Opinión | ágora

Una auditoria cívica sobre la dana

No existen desastres naturales. Inundaciones o sequías, huracanes o volcanes incendios, tsunamis, si producen desastres es porque existen estructuras sociales sobre los que inciden y a los que perturban y destruyen.

La afirmación «no existen desastres naturales» fue puesta en circulación a partir de los estudios sobre las consecuencias y efectos del huracán Katrina en EEUU. Desde entonces, la sociología la utiliza para reivindicar un cambio de perspectiva, en especial de los poderes públicos y del sistema judicial, que tratan de eludir o ignorar las responsabilidades sobre muertes, destrucción de medios y formas de vida.

La sociología de catástrofes no pretende negar la existencia de factores precipitantes o causales que son de carácter natural, pero si no hubiera sociedad o grupos humanos afectados ¿en qué sentido se podría hablar de desastres? ¿El universo físico experimenta catástrofes?

Los efectos destructivos y disruptivos sobre vidas y modos de vida de determinados eventos ¿podrían haberse evitado o al menos mitigado si se hubieran respetado los conocimientos sobre las potencialidades de incidencia de los mismos? ¿podría haberse construido en otro lugar o de otra manera si no se hubieran transgredido los saberes tradicionales (y, tal vez, algunas normas legales) sobre la edificación en zonas inundables y en los cauces o las orillas de los barrancos? En esto existen causas sociales.

Todavía hay una razón de mayor peso para hablar de desastres sociales. La sociología actual, en relación con los fenómenos climáticos extremos, asume que ese carácter extremoso viene producido por el modo de producción y de vida de las sociedades industriales y era del carbono. En consecuencia, bien sea desde la perspectiva de los efectos o de las causas, los desastres son sociales en un triple sentido: constituyen daños graves a personas y estructuras sociales, hay poderes sociales preexistentes que han propiciado formas de vida ignorando (a veces, deliberadamente) las vulnerabilidades derivadas de sus actuaciones y, finalmente, un modo de vida social determinado afecta al entorno y al clima con eventos extremos que a su vez afectan a la sociedad.

Cuando se recorren las zonas inundadas por la dana-24, se observa que determinadas infraestructuras actuaron de dique y, en consecuencia, de embalsamiento: la pista de Silla, la vía del tren y sus vallas de protección, los túneles para salvar dicha vía, la avenida del Sur que va desde el cauce nuevo del Turia hasta Albal. También se puede comparar lo sucedido en el antiguo centro comercial Continente (actual Carrefour-Conforama) y en Ikea, en el barrio Orba y en el de los Alfalares, y en cualquier núcleo urbano entre unas zonas más elevadas y otras más bajas. Con la misma incidencia, las zonas residenciales de clases medias tienen mayor capacidad de resiliencia que los barrios de clases humildes. Igualmente, operan de forma distinta sobre otros factores como el genero y las generaciones, la población autóctona y la migrante.

Quienes se ocuparon de la planificación urbana en los últimos cuarenta años e incluso presionaron a las instituciones para que fueran tolerantes y les permitieran especular con suelos que han sido inundados porque eran inundables ¿tienen o no responsabilidad sobre los efectos producidos por la dana? Seguramente, la legislación actual les cubre las espaldas por prescripción temporal, pero la ética no, y la legislación futura debería contemplar responsabilidades a corto, a medio y a largo plazo.

Toda catástrofe es una auditoría ·«a lo bestia» sobre las administraciones públicas. Existen dos clases de auditorías, las que se encargan a una comisión independiente, ofreciéndole todos los recursos necesarios para diagnosticar qué ha funcionado bien, qué podría funcionar mejor, y qué ha funcionado mal o rematadamente mal y aprender a partir de dicha evaluación, y la auditoria brutal de la realidad. Lo demás son pérdidas de tiempo y de dinero públicos.

El segundo tipo de auditoría ya ha tenido lugar. Quienes la han sufrido, no perdonarán y siempre estarán ahí los millones de imágenes para dar fe de la inoperancia, desidia e incompetencia.

Se han podido constatar en vivo y en directo las carencias. No existía lo que algunos expertos denominan una organización de alta fiabilidad para enfrentar las consecuencias desde el primer momento. Podría haber existido, pero en vez de dotarla con el presupuesto adecuado, fue desmantelada; y ahora tenemos una vicepresidencia para la recuperacion y una consejería de emergencias.

Una organización de alta confianza (el cecopi desde luego no lo ha sido ni con ese nombre lo podrá ser) está compuesta de personas expertas en gestionar lo inesperado. Se toma en serio la historia de los desastres en su ámbito de competencia y se provee del conocimiento riguroso disponible en cada momento; los mandos están alerta ante lo imprevisto; evitan la complacencia y la arrogancia; fomentan y mantienen estructuras de resistencia/resiliencia de la sociedad civil; utilizan todos los recursos vengan de donde vengan; y forman e informan a la ciudadanía.

Como afirma Pat Lagadec, «la habilidad para dominar una situación de crisis depende en gran medida de las estructuras desarrolladas antes de que llegue el caos… porque todo lo que no ha estado preparado con anterioridad se convierte en un grave problema». Donde no hay estructuras previas adecuadas, se impone el colapso.

Caos, colapso, incompetencia, incapacidad para comprender la magnitud de los efectos y su perduración, pérdida de confianza, todo esto lo hemos vivido y aún lo estamos sufriendo «a lo bestia». Necesitamos ahora una auditoría cívica –realizada por personas expertas e independientes- que contribuya a definir todo lo que será necesario cambiar en las catástrofes futuras. Desconocemos de qué naturaleza serán, cuándo, cómo y a quién afectarán. Pero, ya hemos perdido la inocencia: vendrán. Así lo expresan las personas entrevistadas por el CIS, tanto en la Comunitat Valenciana como en España. Porcentajes superiores al 70 % consideran muy probable su repetición. ¿Hay alguien ahí?

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