Opinión | Tribuna

La pequeña esperanza

Cada vez más, me afianzo en la convicción de que el mundo de hoy, nuestro mundo, está falto de firmezas. El firmamento, que para los antiguos era lo inamovible, se nos echa encima; y el suelo, el que pisamos, es agitado por turbulencias. Emparedados, como el jamón en el sándwich, aplastados implacablemente entre dos enormes planchas, y claveteados por alfileres que nos fijan y disecan en el corcho de la vida.

No somos distintos de nuestros ancestros, y por supuesto, no ha surgido ninguna humanidad nueva, añorada tenebrosamente por los visionarios distópicos de los cotarros ideológicos –nazismo, comunismo, etc.- que sepultaron a millones de personas por un colosal engaño. No podemos olvidar, sin embargo, que somos igual de pardales que antaño, aunque llevemos un ‘smarphone’ en el bolsillo, si seguimos tropezando en la misma piedra -hagamos el paraíso en la tierra-, si no aprendemos de la historia que es maestra de vida.

Es infantil considerar que ya no estamos tan ligados al oxígeno o al alimento como ellos, porque nos suplementamos con el gran progreso. ¡Pamplinas! Y, paradójicamente, estamos cada día más tristes al otear un horizonte que se nos insinúa antojadizamente siniestro. Disponiendo de una enorme cantidad y variedad de recursos, de seguridades como nunca antes tuvo la humanidad, no queremos que nazcan nuevas criaturas para que la vida no les aflija con su amarga tristeza. Y un mundo sin hijos es un mundo sin porvenir, clausurado.

¿Cómo es posible esta necedad, esta ceguera, esta angustia existencial? Mi conclusión es que el hombre de hoy carece de esperanza. Su horizonte es heideggeriano: todo acaba aquí. Arrojados a un mundo absurdo, se cierne la lóbrega oscuridad, el abismo de la nadería. Sin la gran esperanza, que trasciende lo presente, que va más allá de lo de acá (“cuán poco lo de acá, cuan mucho lo de allá”, recitaba Teresa de Ávila), y que nuestro destino, además de libre se nos promete eternamente gozoso, no resultaría posible mantenerse de pie ante las adversidades, como los tentetiesos, esos muñecos que se tiran y siempre caen en vertical.

Charles Péguy describe la esperanza como una niña muy pequeña que todas las mañanas nos da los buenos días; y que se acuesta todas las noches y duerme plácida y tranquila, porque nada la turba, nada la acongoja. La esperanza es esa pequeña promesa de brote que se anuncia al principiar la primavera y que, en medio de las ramas desnudadas por el crudo invierno, aparecen como incipientes puntos algodonosos que se pueden arrancar con la uña: no son nada; y sin embargo, sin ese brotar de la axila de los vástagos todavía desabrigados, el árbol no existiría, sería leña muerta: la vida procede de la ternura. El tronco tiene resiliencia gracias al tierno brote que no está hecho más que para el nacimiento y no se le ha encargado sino que haga nacer y durar y se haga querer por los siglos de los siglos

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