Opinión | Ágora
Trump y la Ópera de tres peniques
En su ‘Glossarium’, uno de los libros más terribles que se han escrito, en una entrada de mayo de 1950, Carl Schmitt nos ofrece una cita de Bertold Brecht. Este es más conocido entre nosotros por canciones como la del analfabeto político, un retrato sustantivo de nuestra época. Pero Schmitt menciona el pasaje de la ‘Ópera de tres peniques’ en el que Macheath, nuestro Makinavaja, adoctrina a su tropa criminal. Brecht lo presenta como Führer. Su discurso dice: «La violencia pura ya ha tenido su turno. Ya no se enviarán más asesinos si se puede mandar al juez ejecutor». Schmitt comenta: «El juez es más legal y pacífico, con menos gastos, y se logra un mayor botín. Trabajar con el crimen es un nivel de trabajo superado, medieval, pasado de moda».
Lo que gustaba a Schmitt de este pasaje era que mostraba lo sufrido que es el derecho positivo y lo diferente que es la legalidad de la legitimidad. Ese derecho en manos de Macheath es por completo ilegítimo, pero es derecho. Kelsen debía aprender la lección. Por eso Schmitt consideró que Brecht no era sino una «ilustración terrible y escandalosa» de su propio pensamiento. Como la obra es de 1928, Schmitt tardó más de dos décadas en darse cuenta de que el Navaja era la parodia del otro Führer al que él mismo, años antes, había considerado el Protector de la Constitución. En 1950 Hitler era caracterizado como ‘Diabolus’, un mero impostor. Brecht tenía razón. Los mafiosos manejaban el derecho.
Esta contradicción existencial produjo en Schmitt un resentimiento sin límites, pero no por ello debemos considerar estéril su inteligencia, por tardía que fuera. Testigo de una época que nos afecta de forma central, su caso no puede ser olvidado. Que determinados fenómenos que vemos ante nuestras narices se parezcan a los de aquel tiempo, exige recordar también sus consecuencias catastróficas. No creer que Mack el Navaja era el retrato de Hitler, lo llevó al poder cinco años después. Y eso que fue la obra más representada de aquel tiempo y, en cierto modo, el comienzo de la música pop moderna. Sin esta ópera no podemos entender por ejemplo a Bob Dylan.
Cuando escuchamos a Trump amenazar con apropiarse del canal de Panamá porque está operado por los chinos; o de Groenlandia, porque no se explotan sus tierras con minerales raros; o anexionarse Canadá porque tiene sanidad pública; o ponerle un nuevo nombre al golfo de México, porque así se podrá disputar mejor sus aguas territoriales cargadas de petróleo; cuando escuchamos todo esto, no sabemos si colocarlo en la época de la violencia o en la del derecho. No sabemos si amenaza con mandar a los asesinos o al juez ejecutor. Pero no tenemos ninguna duda de que su forma de expresarse es la de un Mackhead que viene a por lo nuestro, todavía indeciso entre regresar a la Edad Media o lanzarnos al futuro del derecho privativo norteamericano. Quien se fíe de un tipo así, que se atenga a las consecuencias.
En su peculiar interpretación de la línea Monroe, Trump deja caer que lo quiere todo. Su lacayo Milei ha tardado poco en ponerle lo suyo a sus pies, y lo mismo hacen por aquí Meloni y Abascal. Por supuesto, aquí es donde entra en juego el analfabeto político, creyendo que si obedece estará protegido. Este debería darse cuenta de que ofrecer obediencia a cambio de protección siempre fue colocarse en las manos de quien puede decidir en cualquier momento dejar de protegerte. Europa no puede olvidar por más tiempo esta vieja verdad.
Como decían los comentaristas jurídicos medievales, al tirano se le puede halagar, se le puede engañar y se le puede matar. Esto último ya no está en nuestra mano, porque como ha dejado claro Putin, los nuevos tiranos no pueden morir sin llevarse al mundo entero con ellos, el sueño más intenso de Hitler. Aunque tengamos menos posibilidades a nuestro alcance, lo que no podemos entregar es la firme convicción de que se trata de un tirano. Obedecerle voluntariamente no está permitido. Esperar a que muera en su cama para luego celebrarlo, es poco pedagógico y solo crea analfabetos políticos.
Necesitamos darnos cuenta de lo dramático de la situación. Venir con paños calientes, como de forma vergonzante hacen algunos diarios europeos, que nos recuerdan que todavía Trump no habla como presidente, no es sino mala fe. Nadie cree que Trump sepa distinguir entre lo que hace como Trump y lo que hace como presidente. Es la misma mala fe que he visto en un conocido diario suizo que pretende hacernos pasar el apoyo de Musk a la extrema derecha de Alternativa por Alemania como algo propio de la libertad de expresión democrática. La libertad de expresión protege la igualdad, no la diferencia sin límites. Si alguien controla la red de comunicación y la usa para emitir su opinión partidista, viola las reglas de la decencia. Expresa su poder, no su opinión.
Caminamos hacia un mundo en el que no hay ya una línea roja ante la que la indecencia se contenga. No debemos ignorar que de otro modo la brutalidad y la fuerza camparán a sus anchas. Pero todavía debemos extraer una lección de aquella época. Oponerles a estos tiranos otros de pretendido signo contrario, léase un Maduro cualquiera, y asistir a sus infames celebraciones, no hará sino engordarlos. Sólo ciudadanías democráticas compactas y sólidas podrán detener a unos y otros. La cuestión es si Europa podrá formarlas.
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