Opinión | Ágora
La última mutación constitucional

Pedro Sánchez en la conferencia de embajadores celebrada en Madrid. / José Luis Roca
Las sociedades democráticas tienen laboratorios en los que estudiar su constitución, pero tienen sólo uno para estudiar el proceso histórico de su destrucción. Podemos describir las revoluciones inglesa, norteamericana, francesa, el New Deal, la formación del Estado de bienestar británico tras la Segunda Guerra Mundial, como procesos de formación democrática e intentar aplicar sus lecciones al presente. Pero para ver cómo se destruye una democracia, y sus consecuencias, sólo tenemos un laboratorio que nos permite estudiar día a día la manera en que todo se fue degradando hasta llegar a la catástrofe del nazismo. La República de Weimar, más que la Segunda República española, puede ser una fuente inagotable de enseñanzas.
Una de ellas, la más importante, fue el rigor con el que las fuerzas destructoras más aventureras emplearon los resortes de la Constitución de Weimar para hacerla estallar desde dentro. El modo de hacerlo fue utilizar su letra en la práctica política por completo al margen del espíritu constitucional. A esto se llama mutación constitucional. No se cambia una letra, pero se utiliza para hacer colapsar el sistema y producir la apertura a lo desconocido. En ese abismo, sienten su frenesí lleno de ambición los aventureros. En condiciones normales, no ganarían la confianza de muchos; pero en condiciones de caos, esperan recibir el apoyo del enojo de los desesperados en aumento. El elemento constitucional que usaron las fuerzas destructivas de la Constitución de Weimar fue la moción de censura negativa. Cada tres meses, se formaban gobiernos que no podían resistir el asalto conjunto de nazis y comunistas. Estos no podían formar gobierno entre sí, pero podían impedir que un gobierno alternativo se formara. Durante un tiempo, el Presidente del Reich y su círculo creyeron que eso les daba posibilidad de ejercer el poder de forma directa, pero hacerlo de forma radical habría implicado eliminar la instancia del parlamento. Así que no fueron consecuentes y contribuyeron a interpretar el Parlamento como ámbito de negatividad, de confusión, de conflicto, de inoperatividad. Nadie lo defendió de verdad cuando los nazis le prendieron fuego, literalmente.
Nuestra Constitución aprendió la lección. Sólo permite mociones de censura positivas. Quien quiera desplazar un gobierno tiene que formar otro. Ha de quedar clara la responsabilidad del acto de censura, formando un poder parlamentario a la vista de todos. No obstante, tenemos la moción de confianza. Ahora las fuerzas aventureras se han conjuntado para interpretar la moción de confianza como un equivalente a la moción de censura negativa. Por supuesto, esas fuerzas apoyaron al gobierno, pero ahora le exigen que se presente una moción de confianza. Usan un dispositivo constitucional ideado para demostrar que un gobierno está fuerte, para mostrar que está débil y en sus manos. Pero para hacer caer un gobierno, basta una declaración pública de no ofrecerle un apoyo. Eso es un acto claro, limpio, responsable, que identifica al actor, y permite imputarle consecuencias. Lo menos que se le puede pedir a un aventurero es que se deje ver.
Una moción de confianza que se pierde es el camino más directo a la producción de caos. Es el primer acto de campaña de unas nuevas elecciones y en él todos irán contra el Gobierno, mostrando solamente la capacidad negativa del Parlamento. Esto es una mutación constitucional de magnitud insospechada. Porque se utilizará el Parlamento no para fundar mayorías, sino claramente como arena de circo que escenifique un combate cuya finalidad es que las fuerzas políticas que apoyen al Gobierno empeoren sus resultados en las elecciones que se abran. Es usar el Parlamento para una mera función destructiva y negativa, no para forjar mayorías de Gobierno.
Imaginemos la moción de confianza. Junqueras y Puigdemont seguirán pujando por hacer méritos para su público independentista con la idea de impedir la estabilización del gobierno de Illa, que difícilmente podrá subsistir sin Sánchez en Moncloa; Podemos renovará su vieja pinza con Puigdemont, con la esperanza de comerse a Sumar -lo que Iglesias llama reunión de diecisiete partiditos, sin extraer la conclusión de que el suyo es el decimoctavo-; VOX se sumará a la sangre oliendo que las elecciones se aproximan; y el PP intensificará su sal gorda para no quedarse atrás. Me temo que solo Bildu jugaría un papel constructivo, mientras que el PNV mantendrá su juego a dos bandas.
Así, una medida para fortalecer el gobierno se empleará no solo para debilitarlo, sino para debilitar a cualquier otro gobierno futuro, y se utilizará el Parlamento contra sus propios fines, en una escenificación final de su inoperatividad. Por supuesto, la única posibilidad de un gobierno tras las elecciones sería la conjunción de PP y VOX. Pero la expectativa de todos los que destruyan el gobierno será crecer cuando gobierne la derecha, pero ahora sin asumir la responsabilidad de estar propiciando que Feijóo y Abascal entren en Moncloa, como tendrían que hacer en una moción de censura positiva.
Aquí, como en la república de Weimar, la aspiración pasa por erosionar los partidos capaces de forjar mayorías. Ya no existe aquel programa de Errejón de generar mayorías trasversales fuertes. Aquel programa aspiraba a lograr transformaciones tan intensas como fuerzas mayoritarias pudiera reunir. Ahora se trata de aventureros sin diseño alguno, pero con muchas prisas, que hacen estallar el sistema político con la esperanza de que el caos les dé fuerzas para reactivar su pólvora mojada. Lo que sabemos de ellos no produce confianza alguna. Hemos de esperar que el Gobierno no sea cómplice de esta aventura. Un adelanto electoral tras una declaración del Presidente, sin moción de confianza, es preferible. Porque permite señalar a los responsables.
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