Opinión | Visiones y visitas
Se queda corto
Basta subirse al tren para comprobar que la proporción de tontos alcanza ya el noventa y nueve por ciento
Parece que lo académico merma lo intuitivo, y que la lengua no tiene casi nada que ver con la literatura. Considérese, al respecto, lo último de un famoso academicote, que sale de la institución a sus cosas, a sus trabajos de campo y a sus documentaciones pero cabe sospechar que sólo en cuerpo, que su espíritu y su voluntad no se mueven del asiento y la letra, de la sillonez y el academicismo. ¿Pues no ha dicho, el autorazo, que hay que ser gilipollas para felicitar el solsticio de invierno? Ha descubierto América, el excelentísimo. Ha detectado el origen y fundamento de la estupidez universal. Resulta que muchas personas, para no herir sensibilidades, evitan hoy felicitar la Navidad, y estima nuestra letra * que son gilipollas.
Evidentemente; aunque puede preguntarse al de la que ya no limpia ni fija ni da esplendor si solamente los ve a ellos en la sociedad, si piensa que las tonterías van sucediéndose unas a otras, como las tendencias, o que se van sumando para incrementar la masa crítica del gilipollismo. Porque todos los indicios apuntan a que la sandez de felicitar el solsticio no es la tontería del momento, sino una manifestación más, y en modo alguno la única ni la última, de la rebelión de las masas o idiotización colectiva, del atontamiento estructural que padece la humanidad; un fenómeno extraordinariamente obvio y del que nuestro ínclito guardián del idioma, pese al efecto embotador de las poltronas alfabéticas, se habrá dado cuenta. O no. Alberga uno sus dudas, pues ha notado siempre que la lengua empece la literatura, que lo académico estraga lo artístico, que la gramática desactiva la inspiración; y por eso barrunta uno que don miembro de la Real se queda en la pobre anécdota y no ve la categoría, que le ha escandalizado lo del solsticio como si la majadería mundial no fuese más allá de la corrección política; como si no requiriese gilipollez pasear con los hijos y mirar el teléfono móvil, o saltar de un vídeo a otro sin ver ninguno; como si no hiciera falta estar agilipolladísimo para pasar la nochevieja encerrado y pagando cuando se puede pasar encerrado y gratis; como si no hubiera que ser tonto de capirote para creer que aturdiéndose con música o metiendo la cabeza entre la muchedumbre se da esquinazo a la muerte y al juicio; como si no fuera tonto perdido el que se convence de que faltan viviendas cuando lo que sobra es demanda innecesaria; como si los que abarrotan los aeropuertos y las estaciones para escapar de sí mismos no fueran zopencos de concurso.
La lista puede seguir indefinidamente, por lo que nuestro académico sólo ha señalado unos gilipollas concretos entre todo un océano. Si Ortega cifró el tema de su tiempo en la desilusión del idealismo, podemos cifrar el del nuestro en la desorbitada proliferación de gilipollas. Basta subirse al tren, que a todas horas contiene una fiel representación de la sociedad, para comprobar que la proporción de tontos alcanza ya el noventa y nueve por ciento; que primero el relativismo y luego las trampas digitales han llevado la rebelión de las masas a donde no podía sospecharse cuando se formuló. Así que deje también don académico la butaca en espíritu; recurra menos al efectismo y transite más la realidad; mire a su alrededor en el tren, por la calle o en un centro comercial y descubrirá, viendo la muchedumbre de zombis absortos en las pantallas, la garullada inmensa de mirones y exhibicionistas, la multitud incontable de ofuscados, la montonera febril de hipnotizados, enajenados y desnivelados que satura el espacio público yendo y viniendo, comprando y devolviendo, garlando, cotorreando y armando un jaleo de mil demonios, que se ha quedado corto; que no sólo hay que ser gilipollas para felicitar un solsticio, sino para otras muchas animaladas con las que la humanidad rebosa cretinismo; y que los escritores de verdad no quieren ser académicos
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