Opinión | La plaza y el palacio

La nueva globalización: allá y aquí

Hemos entrado en una época en que cada semana condensa episodios y tendencias que antes precisaban años. Es muy improbable que estemos entrando en el fin de la globalización pero es muy probable que estemos entrando en otra globalización. En una globalización armada. No sólo por la creciente retórica de violencia que surge de las fauces de Trump, sino porque estas guerras, ardientes o frías, invaden ámbitos de la ciencia, la tecnología o de la propaganda de manera insólita. EE.UU. quiere volver a ser el gran actor y el gran palo, pero sin hacer el más mínimo esfuerzo para concitar consensos: esto es Guantánamo sin más mensajes que los que emanen de algún Rambo que habrá que improvisar para cines y plataformas, con más voluntad que acierto. EE.UU. ya no lucha contra ningún malo genérico, sino contra los muy peligrosos débiles. Y se prepara para una confrontación con China a base de expandir el mensaje subliminal de que, total, al mundo le puede dar lo mismo servir a un régimen orgullosamente autocrático o a otro que se empeña por andar la senda de un nuevo tipo de autoritarismo. Al fin y al cabo la IA, tan querida, no conoce de las cosas del alma. Es útil, y muy nueva, pero no sabe de lágrimas, aunque escriba poesías.

Cuando me preguntan si temo a Trump declaro que no, que a Trump, estrictamente, no. Me da miedo un ejército de dos millones de soldados que debe servir para algo. Y me da miedo el Tribunal Supremo de EE.UU. que, de ser un “contrapoder”, ha pasado a ser una jurisdicción servil con el poder Presidencial, a quien sus jueces deben vitaliciamente el puesto. Cuando los partidos ajustaban, en última instancia, sus decisiones a un catálogo de virtudes más o menos compartidas, el propio Presidente se veía obligado a moderar sus ímpetus sectarios. Algo de eso se arruinó con la “legislación patriótica” tras los atentados de Nueva York y una cierta aceptación de la tortura de presuntos enemigos. Pero el ímpetu con que Trump destruyó la lógica del Estado de Derecho en los anteriores nombramientos, que le han asegurado una inmunidad terrorífica, hace muy difícil que podamos sentirnos reconfortados con un simple “esto cambiará dentro de cuatro años”, porque el Partido Republicano, sus dirigentes, en la lógica de los partidos constructores de dictaduras, quieren ir sumando fervor a sus aplausos.

Desde luego no quiero decir que EE.UU. y China sean iguales. En EE.UU. hay mucha sociedad civil, mucho poder federal y local, mucha tradición que no compartirá los microgolpes de Estado que el Presidente trama. Pero los problemas no acaban ahí. Porque China es el mayor aliado de Rusia y porque Trump, da la impresión, tampoco va a enzarzarse en disputas con Putin porque querría prescindir de alianzas con Europa; aunque sólo sea porque querría prescindir de alianzas con cualquier país: quiere siervos, no amigos. Yo diría que esa es la mejor definición de su proyecto político. Lo que deja al resto del mundo, a las periferias asustadas, en una nebulosa de incertidumbre que repercute, allá donde hay elecciones, en resultados que, potencialmente, ayudan al proyecto autoritario de Trump y sus oligarcas de los algoritmos.

De diversa manera, por supuesto. Vox desearía ser Trump. Aún va demasiado peinado Abascal, no como Milei, pero se despeinará en el camino: está listo hasta para prescindir de algunas usanzas del paleoespañolismo, aunque sus seguidores en las redes no lo noten, por ahora. Y ya veremos qué pasa con el próximo Papa, llamado a ser una voz poderosa en la trama argumental que se va tejiendo. El PP está asustado por Trump: demasiado alterado para la gente bienpensante. Hasta González Pons lo ha tenido que decir. Pero el PP no renuncia a ser el Partido Republicano: la derecha barnizada que repite a viva voz la letra de la Constitución pero que está dispuesta a renunciar a sus valores esenciales, a su lógica intrínseca, caso a caso, en cada minuto del partido, ante cada avance posible de la concordia real. Y hay mucho Vox y PP por la UE, dispuestos a airear su cobardía para unirse con el que desprecian. Y consolidar y esgrimir la mayoría. Una mayoría de resentidos no se sabe muy bien con qué. En España, por ejemplo, con que la izquierda obtenga magníficos resultados económicos. ¡Hasta dónde vamos a llegar! Resentidos con que se haya normalizado Catalunya y el País Vasco, siquiera sea a base de agotadoras negociaciones –Trump no negocia, eso es cierto-. ¡Hasta dónde vamos a llegar! Sacan votos cuando enfrente se arrían las banderas y crece el empleo y la riqueza y la igualdad, aunque todavía haya mucho pobre, aunque los emigrantes sean una parte esencial del periodo de bonanza… ¡que molestia para el resentido!

Tampoco saben muy bien estas derechas, en abierta desbandada para ponerse al servicio del mejor señor, qué decir de India, de Irán, de Brasil, de Israel, de África. El mundo está muy revuelto. El neoliberalismo se perpetúa como mentalidad, aunque se quiebre en las locuras arancelarias y en las zanjas y rejas dispuestas a sajar al planeta y a incrementar los peligros del cambio climático, del descontrol cibernético y de las guerras híbridas.

Y aquí, olvidados y ofendidos, se cumplen tres meses de la dana. Mazón, ajeno a todo lo pasado, por supuesto, adopta aire trumpista en cada desaire que brinda a la ciudadanía, en cada gesto de altanería de quien ha hecho de su supervivencia política la única barrera entre él y el caos. Es incapaz de entender que la reparación de lo destruido es una cosa, y podrá ensimismarse hasta el infinito en cálculos aviesos de las moneditas que él -¿cómo que él?- pone y las que pone el Gobierno, o las que esperamos de la UE. Pero que hay otra cosa que es la restauración de la dignidad. Porque cuando hay tantos muertos clamando en su silencio y tantos familiares sin acabar el duelo, esa dignidad es lo único que acerca la vida perdida a la vida cotidiana de los que esperan.

Pero esperan ya sin esperanza de que Mazón diga verdad, toda la verdad. Y que pida perdón, un perdón que sea creíble. Y luego se vaya. Y cierre la puerta sin ruido. Pero eso no está en su genética de político simpaticón, del superiviente permanente porque alguien habrá al que partir la cara para que él pueda esconderse. Es una cobardía, ante la verdad y el perdón, mucho más grave que el susto que pueda mostrarse ante el golpe asalvajado de un vecino damnificado. Pero sigue sin entender que está mal –yo también lo pienso- que Sánchez no haya venido desde el aciago día de los insultos; pero que es mucho más grave que él trate de estar entre valencianos como si aquella tarde nada hubiera sucedido, como si él no hubiera sido el eje en el que debería haber pivotado toda la lucha, práctica y moral, contra la dana. Antes, dejémoslo claro, de que la dana hubiera matado a nadie o destruido un solo camino. Pero Mazón tiene muchos amigos: una nómina interminable de gente con la que haber ido de comida y que, en muchos casos, se dedican a negociar en oscuras tareas que acaban por obtener contratos que nada saben de estas cosas, o en controlar la TV pública. Los amigos son para las ocasiones, piensa Mazón. Los amigos de Mazón piensan: quien tiene un amigo tiene un tesoro. En este rincón del mundo, en el que de forma tan triste y extraña llega la nueva globalización.

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