Opinión

Un desorden totalitario

Desde la pornografía a la inteligencia artificial, siempre es el Otro (que no tiene que ser real) el que experimenta.

Ilustración del metaverso.

Ilustración del metaverso. / L-EMV

Toda forma de tecnología lleva valores incorporados, que fueron los que motivaron su creación. Cuando la tecnología está en uso, estos valores no son apreciados inmediatamente por la ciudadanía; de hecho, tardan en ser comprendidos, tanto como tarda la nueva tecnología en cambiar el mundo que la vio nacer. Siempre hay un tiempo de desfase, un periodo de años en los que la tecnología opera en un mundo regido por valores más o menos estables, a los que incluso parece contribuir de formas nuevas, creativas y originales… hasta que la tecnología misma transforma el entorno circundante. Sólo entonces revela sus verdaderos valores, no tanto en sí misma como en el nuevo mundo que ha creado, cuando ya es demasiado tarde para revisarlos porque la realidad se ha plegado a ellos y ha universalizado cierto tipo de comportamientos y hábitos. Se alinean entonces los planetas con una claridad pasmosa, cuando uno descubre que no reconoce el mundo en el que vive y, a su vez, que ha sido manipulado por una tecnología que jamás deseó. La realidad se vuelve siniestra y uno se siente culpable.

Por fin ha terminado nuestro tiempo de desfase. La nueva realidad refulge clara y cegadora a la luz del día. Ya no podemos albergar dudas acerca de los valores que promueven las nuevas tecnologías. Plataformas que durante la primera década de este siglo parecían fomentar una sociabilidad amable y cosmopolita, han revelado ser auténticas máquinas de polarización y enfrentamiento, de comercialización de los instintos más básicos, fábricas de usuarios que vociferan ajenos a todo sentido de empatía y humanidad. Ahora que revelan sus verdaderos valores, caemos en la cuenta de que nunca fueron sometidos a escrutinio público, que nadie los votó ni debatió jamás. Si, pese a ello, estas tecnologías han logrado dominar el mundo en quince años, esto se debe a que han cabalgado a lomos de una de las dos estructuras que hace tiempo se desembarazaron, ellas también, del control democrático. Se trata del mercado desregulado del orden neoliberal, al que cabe sumar la industria armamentística. A sus respectivos caos, las nuevas tecnologías han superpuesto el suyo. A la anarquía de la ganancia como fin último e inmediato se añade hoy la anarquía de la desinformación. Su triunvirato plantea construir un mundo donde nada ni nadie (ninguna institución del estado, ningún estrato de la ciudadanía) pueda conformar una voz pública, potente e informada que pueda actuar como contrapoder, denunciar la violencia y la expropiación, y plantear nuevos fines y demandas. 

El problema que tienen los dueños del mundo es que este no deja de producir insatisfacción. Dudo que haya existido jamás una sociedad como la nuestra, donde los seres humanos sufran y gocen sistemáticamente para el goce de los otros. Lo que Marx dijera acerca de la alienación en la esfera del trabajo se aplica hoy a nuestro ocio de maneras mucho más intensas de lo que los pensadores de la Escuela de Frankfurt pudieran imaginar a través de sus análisis de la cultura de masas de los años cincuenta. Igual que el proletariado trabajaba con las herramientas de otros, para enriquecimiento de otros y fabricando mercancías que su clase social, a la larga, no podría comprar, hoy jóvenes y viejos nos vemos obligados a postergar cada vez más el momento en que podamos empezar a vivir por y para nosotros, desde nuestros propios valores, experimentando con nuestras propias formas de vida. Esta fue siempre la verdadera aspiración democrática; respecto a ella, la posibilidad de votar cada cuatro años no era sino un medio político para alcanzarla, como también lo era la división de poderes. Pero, en vez de formas de felicidad democráticas, donde todos nos alegremos de que todos podamos realizar nuestras vidas, las nuevas tecnologías fomentan un goce vicario, un goce devaluado, un goce siempre dependiente de los otros, atravesado por la absoluta certeza de que el otro goza, tiene más y vive mejor que nosotros. Se trata de un goce post-democrático, el único posible en sociedades donde una élite ha monopolizado el acceso a todos los recursos de la realidad; donde la realidad misma (y el derecho a una experiencia auténtica) es un coto privado. Desde la pornografía a la inteligencia artificial, siempre es el Otro (que no tiene que ser real) el que experimenta. Vidas construidas sobre la envidia y la ansiedad. 

En el interior de esta olla a presión, ¿cómo imaginar un principio de orden? Temo que los poderes imperantes ya no aspiren a dar al mundo cierta estabilidad, sino evitar que nadie excepto ellos pueda desestabilizarlo. Temo que su único objetivo sea mantener el monopolio del caos. No ofrecer nuevos principios, sino asegurarse que no triunfe ninguno; que ya no existan ni la excepción ni la hipocresía (como lo habían hecho hasta ahora) sencillamente porque no haya norma. Un desorden totalitario y reactivo a cualquier orden que aspire a emerger.

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