Opinión | La columna
Lo que el ventorro se llevó
Uno de los iconos más visibles del cine del pasado siglo, Lo que el viento se llevó, ofrece una interesante crónica de un tiempo que desaparece y otro que emerge con fuerza. Efectivamente, describe un vendaval que arrolla y cambia a toda velocidad una forma de entender la vida y provoca la desaparición de una casta, cuasi aristocrática de caballeros del sur, que choca de frente con algo nuevo que se manifiesta, una clase emergente que adquiere cada vez más fuerza, el negociante capaz de convertir los escombros de la guerra en un negocio floreciente. Casi dos siglos después, resultan enormemente reconocibles gran parte los hechos que relataba el libro de Margaret Mitchell y la película. La ventaja que tiene el cine es que nos ofrece pistas que nos ayudan a entender la realidad que vivimos, desde esa mirada, que tiene un origen en la ficción, pero que relata verdades como puños, resulta muy sencillo hacer comparaciones curiosas.
Desde hace tres meses, estamos viviendo una realidad que parece sacada de un guion de película, en este caso de serie B. Hemos asistido a una tragedia enorme, una forma durísima de manifestarse la naturaleza, de terribles consecuencias en las que comienza el guion de una mala película. Después de más de cien días de dolor, nos encontramos con que el barro sigue ensuciando los procesos que acompañan a la tragedia y, en medio de ese panorama dantesco, sobrevive un personaje, convertido en el protagonista de una trama en la que su principal interés consiste en escapar de la responsabilidad, para lo cual, ha decidido implicar a cuantas más instituciones mejor. No hay una sola manifestación del president que no sea para intentar socavar y culpar al Gobierno, utilizando constantemente ejemplos y situaciones que en ocasiones son falsos y, en otras, están absolutamente sacados de contexto. Mientras tanto, no existe una ventanilla única, una comparecencia conjunta y, todas estas carencias, seguro que no favorecen el desarrollo de la recuperación.
El 29 de octubre, el máximo responsable de la Generalitat no cumplió con su trabajo, no estuvo situado en el puesto de mando, declinó aquellas funciones que le hemos delegado los valencianos y, por parte de su Gobierno, nadie asumió este déficit. Sin ninguna duda, aquellas ausencias tuvieron consecuencias. Este error y horror de tanta gravedad marcó una deriva a los acontecimientos posteriores, a la falta de justificación, de explicaciones, se unió una cortina de falsedades que acompañaron los días siguientes a la tragedia, todos ellos partían del mismo lugar y con la misma intención, incorporar a la culpa a cuantos estaban cerca. Frivolizando un tanto la situación, viene a colación aquel viejo chiste en el que una mujer se enfrentaba en el espejo a su sobrepeso y solicita a los poderes sobrenaturales que le ayuden a perder treinta kilos, sabedora de la dificultad de lo que pedía, remata sus intenciones de la siguiente manera, «si esto no es posible, que los engorden todas mis amigas».
Cada día, vemos como se despliega la burda estrategia de hacer recaer el peso de la tragedia en los rivales políticos para difuminar la responsabilidad propia. Lanzando un mensaje de irresponsabilidad, trasmitiendo algo tan grave como que todos son iguales, se está provocando algo tan peligroso como el desprestigio de todas las instituciones. Con su inexplicada presencia en el ventorro y la estela generada por esa ausencia, Mazón, como si de un vendaval se tratara, quedó despojado del reconocimiento y respeto que conlleva el desempeño de un puesto de tanta responsabilidad, la figura del cargo institucional ha sido arrasada por sus errores. Y lo que es peor, este efecto devastador está afectando al proceso de reconstrucción, impidiendo el desarrollo de una práctica colaborativa que ha sido sustituida por el y tú más.
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