Opinión

Profesor de la UV

El imperio del caos

La posición de hegemonía estructural de la que goza la potencia imperial es de tal naturaleza que es capaz de externalizar las peores consecuencias de sus propias crisis a los demás territorios que dependen de ella

Donald Trump saluda en el inicio de la Super Bowl del domingo.

Donald Trump saluda en el inicio de la Super Bowl del domingo. / AP

Una semana: eso ha bastado para que nos demos cuenta del verdadero mundo que hemos estado habitando. Con el vendaval de Trump en la Casa Blanca, la niebla se ha disipado y nuestra mirada accede por fin a perfiles, superficies y volúmenes que apenas habíamos podido palpar bajo el mando dubitativo y torpe de Joe Biden. Así cristalizan y se estabilizan los conceptos, cuando todo se desfigura en torno a ellos. Paradójicamente, el forzamiento que Trump ha impuesto a la realidad nos permite apreciar su verdadero esqueleto. 

Hace unos días, acabé mi columna diciendo que los poderes imperantes no aspiraban a imponer al mundo cierta estabilidad, sino a evitar que nadie excepto ellos pudiera desestabilizarlo. Su único objetivo, dije, era crear un monopolio del caos. Hoy quisiera reflexionar sobre lo que entonces no pude: a saber, el mando imperial que también emerge de la niebla. El imperialismo de los Estados Unidos no es un concepto nuevo; nos acompaña desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Los activistas americanos de los años sesenta, por ejemplo, lo explicaron en términos de la necesidad que su país tenía de externalizar a otros territorios (primero, a través de la conquista del oeste; después, de otras naciones) los efectos de las contradicciones domésticas que no quería confrontar, como la desigualdad y el racismo sistémicos. Como el presupuesto federal era limitado, los activistas pensaron que si forzaban al gobierno a invertir en políticas de bienestar, entonces no habría recursos para la guerra (aunque hubiese voluntad). No se equivocaron. Tras los años sesenta, fue el bienestar lo que se acabó sacrificando.

Desde la Segunda Guerra Mundial, la dinámica exterior del imperialismo americano estuvo determinada por su dominancia absoluta. Desde el poderío incuestionable de su ejército y su economía, los Estados Unidos se permitieron crear y desarrollar mercados y economías destruidas por la guerra, sin sospechar que, en algún momento, la creciente productividad de Japón y Alemania occidental supondrían una competencia relativa. Se buscaron entonces nuevas alianzas; se abrieron relaciones comerciales con China, con países del golfo pérsico y la península arábiga, con los dragones asiáticos; se iniciaron nuevas guerras para levantar nuevos mercados que los Estados Unidos impulsaban con la certeza de que reforzarían su dominancia absoluta y relativa y la de sus empresas. En el contexto doméstico, las grandes corporaciones norteamericanas afirmaban que seguían compartiendo los intereses de la sociedad norteamericana en su conjunto, y que jamás habría incompatibilidad entre ellos. En el resto del globo, los aliados asumieron que los Estados Unidos dirigirían la globalización en beneficio de todos, si bien, como potencia imperial, se beneficiarían más que el resto. Europa se sintió demasiada cómoda con esta solución: incluso cuando pudo, no persiguió con celo su autonomía.

En línea con mi tesis sobre el monopolio del caos, ha empezado a desplegarse la cara inversa del imperialismo americano. Y es que, junto a la posibilidad de una potencia imperial que garantizaba el crecimiento de sus aliados mientras el suyo estuviese por encima del resto, estuvo también la opción de que esa misma potencia actuase conforme a la certeza de que, incluso cuando el caos le afectase a ella, todavía le afectaría más negativamente al resto. Tal es el periodo que se ha iniciado. De un lado, las empresas norteamericanas ya han sacrificado toda pretensión de que compartan intereses con la mayoría de la sociedad norteamericana. Respecto al marco internacional, escucho al profesor Adam Tooze decir que, incluso cuando un problema o una crisis nace en el interior de los Estados Unidos, en términos relativos, siempre sale mejor parado que sus aliados. Es decir: cuando los Estados Unidos sufren, nosotros sufrimos más que ellos. ¿Cómo es esto posible? Sencillamente: en eso consiste un imperio. La posición de hegemonía estructural de la que goza la potencia imperial es de tal naturaleza que es capaz de externalizar las peores consecuencias de sus propias crisis a los demás territorios que dependen de ella; de ahí que, al final del día, su posición relativa quede reforzada, pese a que su refuerzo se haya basado en el mal absoluto de todos. Por ejemplo: en tiempos de turbulencias (y aunque los Estados Unidos sean quienes las generan) todo el mundo acude al dólar como moneda imperial para asegurar sus reservas. ¿Con qué resultado? La potencia obtiene más fortaleza de generar caos. ¿Acaso no es éste el modus operandi de Trump? 

En esa encrucijada andamos. Por supuesto que llega el día en que la potencia imperial pierde toda legitimidad respecto a sus aliados, que sencillamente aprecian que no son más que el patio trasero sobre la que la potencia externaliza sus malas decisiones, su incapacidad de generar crecimiento, vida, paz, orden. Pero eso es lo único que sabemos. Nada acerca del dolor que se generará hasta entonces, y nada del dolor que seguirá después.

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