Opinión

Departamento de Filosofía y Sociedad. UCM

Una causa común

Una imagen de archivo de Puntin y Trump, en junio de 2019.

Una imagen de archivo de Puntin y Trump, en junio de 2019. / E.P.

Escribo este artículo en el tren. Vengo de Valladolid, donde Carlos Gallego, un conocido abogado de la capital castellana, ha organizado un encuentro para rememorar los cincuenta años del cierre de aquella Universidad por parte del rector José Ramón del Sol. He titulado mi conferencia “Cantos de Vida y Esperanza”. Sí, lo sé. Un título extemporáneo en los tiempos que corren. Pero lo he traído a mención por una razón.

“Cantos de vida y esperanza” fue la obra de Rubén Darío que ofreció la conciencia más intensa a los hombres del 98. Maeztu y Machado no se entenderían sin aquella experiencia de la derrota del mundo hispano frente a Estados Unidos, deseoso de hacerse con Cuba y Puerto Rico. Trump viene de lejos. Pero Darío transformó la derrota en orgullo. El mundo latino se dotó de una extraña capacidad de resistencia intelectual y se hizo portador de un legado cultural propio. No es un azar que Darío dedicara su libro a Rodó, el autor de “Ariel”. De allí procede el espíritu de Alfonso Reyes, de José Vasconcelos, de la gran renovación intelectual que, con el tiempo, acabaría haciendo del español de América una gran literatura mundial.

Traje este libro mítico a la memoria porque inspiró optimismo en medio de la decepción. Sin embargo, el tiempo de la Transición, que rezumaba expectativas, no supo producir una obra de aliento capaz de encender el entusiasmo de una época. Esto es muy significativo. La canción más emblemática de aquella juventud fue “Diguem no”, por no hablar de “Campanades a mort”. En el momento de la vida y de la esperanza, no produjimos cantos capaces de expresar el entusiasmo colectivo. O yo no los recuerdo.

Sin embargo, lo que he defendido en Valladolid es que lo que se vivió en aquellos años no fue menor. Se ha hablado mucho de aquella época como la del consenso. Creo que es una forma errónea de recordarla. La lucha política fue general y la incertidumbre profunda. Luchaban los partidos democráticos entre sí y pugnaban las diversas plataformas por imponer su lógica. También luchaban las fuerzas procedentes del franquismo entre sí y contra las demás. La pugna giró acerca de la posibilidad de que la democracia española se construyera sin el PCE. Se logró un acuerdo entre las fuerzas políticas porque las movilizaciones de 1976 y 1977 dejaron claro que la ciudadanía pondría como línea roja una democracia con el PCE y el PSUC legalizados.

Esa fue una causa común, un acto hegemónico. Nadie sería vetado en la democracia española. La población no se movilizó por un proyecto positivo definido, pero puso líneas rojas. Diría “no” a una carta otorgada. Sólo aceptaría una constitución con un PCE operativo y legal. Lo hizo en aquellas manifestaciones donde se exigía libertad, amnistía y estatuto de autonomía; lo hizo en la gran manifestación de repulsa de los asesinatos de Atocha, como luego lo haría contra el golpe de Tejero.

Líneas rojas

Que el pueblo español se movilizara de forma clara poniendo líneas rojas, quizá no produjo entusiasmo, pero marcó el terreno de juego a los partidos. A eso se llamó consenso, pero venía impuesto desde fuera del sistema político, por el sistema social. Esta ha sido la impronta de la democracia española. Lo volvió a demostrar ante el asesinato de Tomás y Valiente, en 1997; en las manifestaciones de Basta Ya y de Manos Limpias, en las grandes manifestaciones contra la guerra de Irak y contra los bulos infames del PP respecto de los atentados del 11 de marzo. Una y otra vez, la ciudadanía marcó líneas rojas por donde no quería ir, en momentos en que la conciencia moral y la conciencia política mayoritaria de la ciudadanía se dieron la mano en una expresión de voluntad que obligó a los partidos a orientar la agenda.

Eso pasó en el 15M. Allí también el “no” dominó, dejando la representación política sacudida, pero sin un entusiasmo positivo por un programa y un proyecto de pueblo. Desde entonces existe una inseguridad extrema respecto de la opinión pública; y el abandono de un programa reconstructivo de la democracia española, que nadie al final supo implementar, fue el portillo por donde se colaron todos los aventureros vendepatrias sin escrúpulos, los aliados de Trump y de Putin. Y en ese clima, los partidos políticos no van a contribuir de forma nítida a la configuración de una causa común que marque líneas rojas a la evolución de la democracia española.

Esperarlo de ellos no es sensato. Aquí, en la presente circunstancia, marcar el terreno de juego va a ser de nuevo responsabilidad de la ciudadanía, en la medida en que sea capaz de poner en marcha una causa común, como se está haciendo en las calles de Berlín o de Buenos Aires. Será una movilización general por el buen sentido y por la decencia, por no convertirnos en pueblo de racistas resentidos, de supremacistas neo-imperiales, de adoradores de la riqueza, aliados de quien desprecia al mundo hispano y habla de nuestros amigos de América -y no nos equivoquemos, de nosotros también-, como de un “pueblo de mierda”. Se trata de un rechazo a la campaña de degradación moral y de violencia a la que nos quieren arrastrar.

De nuevo, se trata de decir “no”, de acotar el campo de lucha legítima. Esa es hoy la causa común. Y sería bueno que pusiera límites a la capacidad de los grandes partidos de avergonzarnos. Eso no hace sino dar alas a la indecencia.   

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