Opinión | No hagan olas

Hemos llegado a la metamodernidad

La crisis democrática de la República de Weimar en los 30, al igual que la de la II República española, guarda un cierto paralelismo

Hemos llegado a la metamodernidad

Hemos llegado a la metamodernidad

Mi amigo Eduard Mira cuestiona el modelo centralista que la Francia revolucionaria trajo a Europa. En realidad, fueron los intelectuales ilustrados los que al propugnar el principio de igualdad liquidaron las diferencias, incluidas las vinculadas al territorio. Como consecuencia de ese jacobinismo, explica Mira, tanto alemanes como italianos constituirán su propia nación en el siglo XIX. Acción-reacción. La historia está trufada de tales dinámicas, pero esas casuísticas no exculpan responsabilidades por las desgracias que provocan.

El militarismo prusiano era ancestral mucho antes de Montesquieu, Diderot, Voltaire o Le Rochefoucauld. Solo que con von Bismarck, los reyes Hohenzollern se transformaron en emperadores (kaiser), de más de cincuenta territorios de origen feudal y habla alemana (con multitud de variantes dialectales, huelga decir, del suabo al bávaro o el francorenano), y generaron un desarrollo industrial sin precedentes, enviaron a sus ingenieros y diseñadores, la Deutsche Werkbund, a estudiar y copiar modelos en otros países más ingeniosos y estetas. Un peligro para los otros países hegemónicos, en especial cuando Alemania solicitó también tener sus propias colonias africanas, una parte del pastel que daba acceso a las materias primas. Que ahora están en Groenlandia y se manufacturan en Taiwan.

No hace falta que les relate las consecuencias de todo aquello, y de cómo el mundo se enfrascó en la larga guerra del siglo XX –en dos partes–, que es como hay que leer el conflicto de la Primera y la Segunda Guerra Mundial según el prisma del historiador inglés Tony Judt. Es el mismo intelectual que se emocionó con la causa sionista y marchó voluntario a un kibutz durante la Guerra de los Seis Días (en 1967), para acabar vaticinando que Israel haría un uso espurio de su poder y terminaría por provocar que muchos árabes negasen la existencia del Holocausto al verlo como una justificación victimizadora.

Sin abandonar a Judt. Ya en los años 80 convino en criticar la deriva occidental hacia una democracia devaluada en la que se cuestionaría el papel del Estado y se dinamitaría toda regulación del mercado. Hace medio siglo, pues, que el gran pacto entre socialcristianos y socialdemócratas europeos está enfermo y los remedios a esos males no consiguen mejorarlo. Al contrario, el malestar se ha agravado severamente: con la crisis medioambiental, la falta de recursos, la globalización de mundos políticos y religiosos tan diferentes como los que coexisten en el planeta, la irrupción de una alta tecnología que se retroalimenta sin cesar y consume de modo insostenible, o los incesantes flujos migratorios…

¿Y a todos esos retos han de responder las democracias occidentales? ¿En un mundo político ágrafo e iletrado que solo confía en expertos comunicadores que suspiran por ganar la batalla del relato en Tiktok y en X? La crisis democrática de la República de Weimar en los 30, al igual que la de la II República española, no se parece en nada a lo que ocurre en la actualidad, pero sí guarda un cierto paralelismo: la debilidad del núcleo más humanístico y maduro políticamente frente al avance del desasosiego popular que es aprovechado por el aventurerismo demagógico. Más de un tercio del parlamento europeo actual se sitúa en esas coordenadas y ya estamos conociendo (¿o no?) cuál es el camino que traza la nueva presidencia de los Estados Unidos de América.

Estos días anda por España otro ilustre intelectual americano, Richard Sennett, sociólogo del MIT bostoniano y de la NYU, de gira promocional de su más reciente libro, El intérprete. Sennett es un profundo analista de los comportamientos humanos, y en dicho ensayo, que tanto recuerda a Cultura y simulacro de Jean Baudrillard (libro con casi cincuenta años de existencia, uno de los pilares del llamado posmodernismo), hila fino al decir que los últimos políticos anglosajones como Donald Trump o Boris Johnson –habría que añadir al argentino Javier Milei–, resultan grandes «intérpretes» en un mundo político que se ha convertido definitivamente en escenario televisado. Y en pequeños cortes o fragmentos, a modo de píldoras de fácil digestión. Para Sennett, a lo que estamos asistiendo es a la disolución del más importante principio democrático: la existencia del diferente. Y como quiera que los actores del teatrillo han de parecer realistas, el lenguaje agresivo y el gesto torvo de disgusto así lo dan a entender mejor, de modo más auténtico, aunque sea falso. O sea, que la polarización es una mascarada más del perpetuo simulacro.

De todo ello piensa y escribe un gran profesor de historia, José Enrique Ruiz-Domènec, cuyo ultimísimo libro, Un duelo interminable: la batalla cultural del largo siglo XX, tengo en la mesita de noche para empezar a leer. Solo sé que este formidable medievalista, cierra el siglo en 2021, y refuta por tanto a Eric J. Hobsbawm, quien definió la pasada centuria como «el siglo corto» porque postulaba que arrancaba en Versalles y terminaba con la caída del Muro de Berlín. Llegados a 2021 –la pandemia cerraría la etapa en realidad–, lo que se avizora es otro mundo. Finalmente, mi amigo, el buen periodista andaluz Antonio Cambril, quien se pagó la carrera sirviendo copas en el valenciano Café Lisboa de los 80, lo ha definido con un aforismo de corte senequiano: «Hemos alcanzado la metamodernidad». Por fin, el siglo XXI. No sabemos qué diablos pasará.

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