Opinión
El valenciano y su laberinto
Las lenguas deben quedar preservadas de cualquier ideología, porque pertenecen a todos los ciudadanos
Lo mejor para los padres de los alumnos no es la consulta que afecta al presente y al futuro

"Una tarea compleja, que debe incluir la concurrencia de la AVL y de pacientes negociadores de todo el arco que toma asiento en les Corts". / L-EMV
No es difícil reconocer que la consulta acerca de la lengua vehicular de la enseñanza, ha ido creando una tensión social acrecentada a medida que se iba acercando la elección. Todo ello, en el marco de una afectación profunda por la tragedia sufrida, y con un gobierno regional cuya actuación es observada y medida con minuciosidad diaria, mientras comienzan a aflorar las repercusiones legales que pudieran conllevar las actuaciones precedentes e inmediatas a la tragedia causada por la dana. Cabría preguntarse si este era el mejor momento, habida cuenta de que, tanto el resultado como las consecuencias, hacen prever reclamaciones, enfrentamientos e inestabilidad social, que también podría ser empleada como elemento propicio para la acción política.
Un ámbito en el que destaca la unidad de numerosos colectivos educativos dispuestos a defender la situación, plenamente convencidos de que la propuesta es un error que va a causar, indefectiblemente, una menor presencia del valenciano en las aulas, lo que a medio plazo -estiman- redundará en detrimento de su uso social, con el grave riesgo de que, con el paso de los años, pueda acabar reducido a espacios eruditos y lo que sería peor, a ámbitos residuales. Algo que, de suceder, a mi juicio, iba a afectar profundamente a un bien cultural de primer orden, que no debería correr ningún peligro.
Desde que se produjo la determinación de conceder un nivel de reconocimiento oficial a los alumnos que obtuviesen una concreta puntuación del valenciano en la enseñanza reglada, se corrió un cierto riesgo de que se conformara un descenso de su requerimiento respecto a los exámenes al uso. De hecho, se debería protocolizar la monitorización anual del resultado para comprobar si la resolución fue simplificadora y favorable o, en cambio, arriesgada e insegura, en cuyo caso correspondería complementarla o suprimirla; porque, lo que está en juego, no es en absoluto baladí: es el nivel real de su conocimiento, y sería oportuno verificar la eficacia de las decisiones. Medida que se conforma como precedente de la consulta actual, y que también ha llevado a opiniones diferentes.
Entretanto, no ofrece muchas dudas que, durante los años sesenta, un cúmulo de intelectuales valencianos promovieron el conocimiento y el uso del valenciano, sobreponiéndole conceptos sociológicos, inicialmente vinculados a una unidad lingüística, pero extendiéndolos más allá de los criterios filológicos, hasta alcanzar a una gran parte del conjunto de valores culturales, sustrato y soporte, incluso, de aquellos identitarios, en un intento de construir un puntual «relato». Con todo, si bien las aportaciones filológicas ofrecían y ofrecen pocas dudas, las investigaciones subsiguientes en el ámbito de la historia, del arte, la cultura tradicional, la identidad como conciencia, la economía, el desarrollo legislativo, la política, las relaciones comerciales o, incluso, las estructuras sociales, desarrolladas desde las investigaciones publicadas incluso por las propias universidades, no han podido aportar o extender más fundamentos a aquel «relato» inicial, intencionalmente consolidado.
No obstante, mientras los más radicales en aquella dirección reiteraban sus principios, al haber calado inicialmente en concretos ámbitos políticos, se asentó aquella versión que, desde dentro, ya nadie se ha atrevido a cuestionar, llegando, incluso a formar parte de sus propios enunciados. De tal suerte que, mientras se iban desarrollando normas tendentes a la extensión del valenciano, se acentuaba la sospecha de que el «relato» permanecía subyacente. Es decir, que –de modo simultáneo-, a pesar de las reiteradas negativas de todos los participantes, siguió mantenido el criterio de que se estaba amparando «algo más». De ese modo, la lengua iba siendo manipulada por las partes, y en este momento existe la conciencia de que, en mayor o en menor medida, todos ocultan y, al mismo tiempo, desmienten. Hasta el punto de extender la idea de que, ni la consulta por la libertad educativa es inocente, ni lo es la oposición radical de buena parte de los enseñantes. Sin que sea posible descartar que, detrás de los testimonios, no estén agazapadas las pugnas por el poder, cuando las lenguas deben quedar preservadas de cualquier adscripción o ideología, porque la propiedad pertenece, en exclusiva, a todos los ciudadanos que las sienten y las practican.
Tampoco valen ahora aquellas posiciones arrogantes que, amparándose en la filología como una suma científica, estimaban como ignorantes e iletrados aquellos que se oponían; ni, asimismo, propuestas para disminuir la presencia del valenciano en la enseñanza, sin contrapartidas fehacientes que, no solo lo mantengan, sino que lo extiendan y lo prestigien de un modo claro, comprobable y objetivo, para incrementar su uso: base de su incorporación progresiva a las manifestaciones propias de la ciencia y del conocimiento. En ese juego ideológico, injustificado, interesado e insostenible, se halla el futuro inmediato de una lengua muchas veces centenaria, a la que se refería Martorell en su dedicatoria del Tirant lo Blanch al príncipe don Ferrando de Portugal, excusando los defectos de su obra, tanto en estilo como en orden, trasladados a «la lengua vulgar valenciana, a fin de que la nación de la que soy nativo se pueda alegrar y aprovecharse mucho por los tantos y tan insignes actos como en él se encuentran». Martorell no era un filólogo, pero sí un ciudadano culto que mostraba con sus palabras la conciencia de su propia realidad.
En este momento, cabe pensar que los padres de los alumnos lo único que desean para ellos es que se llegue a lo que pueda ser mejor. Y lo mejor, no es la consulta –que afecta al presente y al futuro, pudiendo cargar sobre ellos mismos la responsabilidad derivada de su propio resultado-, sino la desideologización pactada de la lengua. Una tarea compleja, que debe incluir la concurrencia de la AVL y de pacientes negociadores de todo el arco que toma asiento en las Corts. Si fuesen capaces de desprenderse y de abandonar los objetivos –tanto reales como los imaginados-, ajenos a lo estrictamente lingüístico, tal vez se pudiera alcanzar la naturalidad, y el valenciano podría crecer como lo hizo siempre: útil, propio e inocente.
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