Opinión | No hagan olas
Alicantinismo y autonomía

Vistas de la fachada del puerto de València. / L-EMV
El mundo del barro y la fertilidad está inscrito genéticamente en el espíritu del pueblo valenciano. Es el ciclo mediterráneo y primigenio: primero el barro, después la fertilidad y, más tarde, la adoración en común ante el fuego.
Por un lado, en el epicentro de una vasta región levantina más allá de lo idiomático, la ciudad de Valencia es marítima y fluvial a un tiempo, como las conurbaciones neurálgicas europeas: Lisboa, Oporto, Roma-Ostia, Róterdam, Amberes… también Londres y París, aunque estas últimas capitales estén algo alejadas del mar, a un centenar de kilómetros. Pero Valencia nunca tuvo puerto natural y desde hace décadas su río carece de agua.
Tal vez por esas circunstancias el ingeniero Luis Melero propondrá a comienzos de los años 70 un proyecto utópico para la ciudad que incluye excavar el cauce del Turia hasta el puente del Ángel Custodio, al objeto de convertirlo en navegable con un calado de hasta seis metros. Melero sueña con ver llegar grandes buques por el este de Valencia, con un fondeadero para naves deportivas junto al puente de Aragón.
No era tan descabellada la idea habida cuenta de que a finales del barroco, mediado el siglo XVIII, hubo naumaquias en el Turia –batallas navales teatralizadas–, para celebrar el aniversario de la canonización de san Vicent Ferrer, las mismas que quiso rescatar de la historia el alcalde Ricard Pérez Casado para conmemorar en 1987 el 750 aniversario de la entrada de Jaume I en la capital que sería de su Reino soberano.
De cara al Mediterráneo
Más al sur, flanqueado el cabo de la Nao, otra ciudad «valenciana» sí que vive de cara al Mediterráneo; toda una paradoja geográfica. Alicante es la gran urbe española que mejor y más directa relación tiene con el mar, incluso más que las capitales del norte que siempre están alertas, a la defensiva de las furias de mareas y galernas. Tiene una posible explicación.
La ciudad de Alicante que se expandía hacia las laderas del Benacantil, fue arrasada durante los bombardeos franceses en la guerra llamada de los «Nueve años». En julio de 1691. Diez días duró el ataque. Alicante se quedó sin construcciones históricas, sin apenas memoria edilicia. Su reconstrucción urbana se produce en especial durante el siglo XIX, y a partir de la llegada del ferrocarril en la segunda mitad de esa centuria se conecta en línea directa con el centro peninsular. El mar, por entonces, ya no trae los peligros de la piratería, al mismo tiempo que una novedosa cultura higienista ha empezado a recomendar los baños marítimos como sanadores.
Aunque conectada con los mercados de Castilla desde antaño, el idilio madrileño de Alicante llegará por vía férrea. El tren se inaugura en 1858, pero unos años antes, en 1833 se convertirá en capital de una provincia creada desde los despachos ministeriales. Núcleos urbanos importantes como Elche, Alcoi o Dénia no se sentirán alicantinos del todo, mientras que Orihuela aparece más próxima al numen murciano. Y Benidorm, a partir de su despegue como industria turística en los años 60 del siglo XX, le disputará el liderazgo económico.
Desde la capitalidad provincial adquirida, Alicante se construye como ciudad contemporánea siguiendo el paradigma de las poblaciones intermedias dotadas de un nuevo funcionariado y de profesionales especializados (gobernador, juez, médico, farmacéutico, arquitecto, diputados, periodistas, notarios… más tarde rector y catedráticos), una élite gubernativa que crea sus propias relaciones sociales y sus tiempos ociosos. Es la sociedad bienestante de provincias tan descrita por la novelística francesa decimonónica, de la Ruán de Flaubert al Grenoble de Stendhal. En Valencia predomina la menestralía del comercio, en Alicante la tecnocracia de los servicios.
Singularidad alicantina
La singularidad alicantina es la fuerte presencia marítima: del paseo al náutico, del club de regatas a la playa… a tomar el aperitivo o darle al tapeo en barra, alguna de ellas de las mejores del país. Una ciudad placentera a la que se une en verano o en las pascuas el alto empleado público matritense. La autoestima alicantina se dispara. La alternativa progresista insiste en la vía lúdica: la República promueve la conversión de Alicante y San Juan en una gran ciudad vacacional para la clase obrera según los planes de Indalecio Prieto.
La «valencianidad» alicantina se irá diluyendo en la medida que el programa «alicantinista» va cobrando cuerpo. A pesar de ser evidente la cultura común en ámbitos como la gastronomía (la presencia dominante del arroz y de los productos de la huerta) o en las fiestas (la similitud de las fallas y las hogueras es innegable), Alicante abandonará poco a poco el sentimiento de pertenencia a un mundo singularmente valenciano. La república, el franquismo e incluso la democracia dan lugar a una sociedad altamente castellanizada, cuyas referencias, tanto conservadoras como progresistas, serán siempre más nacionales que regionales. De la democracia cristiana al comunismo, Alicante siempre seguirá políticamente las pautas generales del país de modo muy acusado, mucho más que Valencia.
La rivalidad entre ciudades es una constante en cualquier parte del mundo, lo es de Valencia respecto de Barcelona, de Alicante con Valencia, de Elche con Alicante y así hasta el último campanario divisable. En nuestro caso el problema se agranda porque desde Valencia se ha tratado de construir un proyecto político autonómico –más o menos decantado hacia el fusterianismo pancatalán o hacia el blaverismo negacionista, incluso en pos de una tercera vía–, que nunca ha considerado los particularismos del viejo Reino convertido en Comunidad más allá de una impostada comarcalización. La reacción alicantina ha sido el descreimiento hacia la propia autonomía. Por eso, a día de hoy, la impresión es que la Generalitat Valenciana es una institución fallida. Y conviene ponerse a repensarla.
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