Opinión | tribuna
Pilar Visiedo Fernández
La cara b de las residencias tras la dana
Los servicios sociales vuelven a la invisibilidad una vez pasan las crisis; sin las personas que cuidan, la sociedad ni avanza, ni evoluciona

Voluntarios limpian la residencia de Aldaia. / A.A.
El primer rasgo que nos hizo humanos en el largo camino evolutivo no fue el desarrollo del eje mano-cerebro para construir herramientas. La antropóloga norteamericana Margaret Mead sostiene que el primer signo de civilización fue el hallazgo de un resto humano, con un fémur fracturado y luego sanado. Su lógica es aplastante: en el reino animal, si te rompes una pierna, mueres. No puedes comer, beber, ni huir del peligro. Por eso, un hueso curado significa que alguien se ha quedado a tu lado para cuidar, sanar, proteger y ayudar en estas dificultades. Esto es lo que nos humanizó.
La dana ha sacado esa parte humana en nuestra sociedad. Nos hemos ayudado, hemos compartido, solidarizado y abierto las manos, y nos sentimos orgullosos. Pero veamos la cara B. La situación de las personas que ayudan, protegen y cuidan.
Cuando ya se está normalizando de nuevo el funcionamiento de las residencias de mayores en las zonas afectadas por la dana, tristemente estamos asistiendo a una realidad desoladora: las trabajadoras y trabajadores de estos centros, las personas que cuidan de nuestros mayores, que han salvado sus vidas, incluso, que han doblado y triplicado turnos para cubrir las ausencias de sus compañeras, que han sido directamente afectadas en sus casas y en sus vidas y aun así han estado al pie del cañón porque «cómo íbamos a dejar a nuestros abuelitos», estas trabajadoras de nuevo son maltratadas por las mismas empresas que hasta hace pocos días estaban reconociendo sus esfuerzos a los cuatro vientos.
No hemos aprendido nada desde la pandemia. Los servicios sociales, una vez pasan las crisis, vuelven a la invisibilidad en la que habitan. UGT Serveis Públics ha recogido varios testimonios de estas cuidadoras y la realidad es demoledora: no se les ha gratificado económicamente nada de nada («os habéis quedado voluntariamente», les dicen) y las empresas ni si quiera han agradecido estos esfuerzos («todos estamos en el mismo barco», añaden). La sociedad no conoce sus caras ni sus nombres (en los medios de comunicación solo aparece su personal directivo, pero no quienes incluso arriesgaron su vida para salvar a los mayores). Han caído de nuevo en el olvido y por eso, se sienten engañadas, estafadas y ninguneadas. Abandonadas.
Hablamos de un sector castigado históricamente y muy feminizado. Estas trabajadoras tienen unos salarios que, ni por asomo, corresponden a la carga de trabajo y a la responsabilidad de sus tareas. Una gerocultora o auxiliar de residencia atiende, es decir, viste, ducha, asea, alimenta o da medicación, a una media de 20 personas cada día. Apenas pueden disponer de sus permisos retribuidos porque las empresas no las cubren, y como las ausencias merman la calidad asistencial ya de por sí bajo mínimos y sobrecarga a las compañeras, pues no las reclaman. Prima el compañerismo y la solidaridad al interés particular.
En la misma situación está el personal de lavandería, limpieza, servicios... Y todo esto sale adelante por la vocación y la humanidad de estas trabajadoras. UGT ha denunciado esta situación tanto en la negociación de los convenios colectivos como en los foros públicos, pero ya es hora de que salga a la luz
La dana ha evidenciado carencias en muchos aspectos: infraestructuras, sistemas de alerta, protección de la ciudadanía y una responsabilidad política que permanece oscura. Pongamos el foco en las personas que cuidan porque sin ellas la sociedad ni avanza ni evoluciona.
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