Opinión
Esperpento y maldad: el gato de Klemperer

Victor Klemperer (1881-1960). / L-EMV
En la calle Álvarez Gato de Madrid, conocida como el callejón del gato, había a principios de siglo unos espejos deformantes de cuerpo entero, que inspiraron a Valle-Inclán el esperpento. Se trataba de una sátira, encarnada en el mundo caricaturesco y feísta de Luces de Bohemia, que por su fondo paródico no daba miedo, tampoco risa, sino más bien una piedad amable y tierna.
Hoy, el mundo que creíamos conocer semeja un callejón del gato tenebroso, con menos gracia, con menos esperpento y bastante más miedo y perplejidad, en el que sus espejos cóncavos reflejan espectros que apenas podemos identificar por su dislocada y grotesca extravagancia.
El presidente de una superpotencia comparte, y por tanto aprueba, un vídeo deformante, esperpéntico y, ese sí, sin gracia ninguna, que frivoliza con el futuro de una zona en guerra en la que se lleva a cabo una limpieza étnica, e imagina un lugar futuro de dorados chabacanos y magnates bonvivants. El vídeo no pasa de una parodia de notable mal gusto, pero quien debía ponerse a la defensiva lo celebra y quien, tal vez, ¡ojalá!, quisiera en principio convertir en denuncia la sátira es absorbido por su propia bufonada.
Al día siguiente, nos enteramos de que, en la Ley argentina, vuelven a entrar, las palabras «idiota», «imbécil» y «débil mental» para señalar a las personas más vulnerables clasificándolas en función de su coeficiente intelectual con gruesos brochazos que parecen sacados de un manual eugenésico decimonónico. Qué paradoja, que haga escasamente un año, que la casi siempre intocable Constitución española retocó su artículo 49 para evitar la palabra «disminuidos» en favor de la expresión «personas con discapacidad»; porque las palabras importan, y porque cuesta mucho sacarlas del imaginario popular y de la lengua cotidiana para restituir en todos nosotros la dignidad de las personas.
El malvado ejerce el mal para sacar un beneficio, pero quién hace el mal sin objeto no pasa, ese sí, de un imbécil. No se trata de ideología (ni woke, ni cristiana, ni budista, ni de ningún otro espectro), se trata de gratuita maldad. Ante el esperpento malvado, baldío e inhóspito, pretendidamente anticonvencional y antisistema en que se está transformando el mundo, deberíamos tomar aire y reflexionar antes de que la historia, como tantas veces, llegue a ese horizonte de sucesos del que no hay vuelta atrás.
Es buen momento para recordar que los derechos, por muy establecidos que estén, penden siempre de un hilo leve y volátil, que el mundo, aunque a menudo parece tender a la mejora común, a veces se precipita pendiente abajo sin que nos demos cuenta de cuándo es el momento de decir basta. Recuperar palabras, o borrarlas, no es asunto baladí porque allana el sendero de las exclusiones, las motosierras y las eugenesias.
Víctor Klemperer menciona, en sus iluminadores diarios Quiero dar testimonio hasta el final, que en Alemania hacia finales de 1933 muchos intelectuales auguraban que el régimen no duraría más allá de la primavera, dado que el pueblo alemán era un pueblo culto, etc.; pero Klemperer aún habría de ver, durante doce años siniestros, cómo sus derechos e incluso su identidad alemana se evaporaban cada vez más rápido, impidiéndole, al final, no solo leer, tomar el tranvía o impartir sus cursos universitarios, sino incluso tener un gato, y ni siquiera darlo en adopción, es decir, obligándolo a sacrificarlo con una maldad gratuita e imbécil a la que funcionarios y legisladores debieron prestar energía, tiempo y recursos.
Klemperer, como filólogo, sabía muy bien cuánto pesa una palabra, no en vano en la posguerra dedicó a la lengua del totalitarismo su obra LTI. La lengua del Tercer Reich. También sabemos hoy cuánto vale una imagen, cuánto pesa una consigna, cuánto significado tiene un gesto, la cuestión es hasta cuando estaremos a tiempo de darles la importancia debida a esos indicios.
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