Opinión | Novaterra, viaje a la dignidad

Feminista

Defender nuestros derechos: una lucha que no puede detenerse

Nuestra lucha es por esas niñas que merecen crecer en un mundo donde ser mujer no sea sinónimo de riesgo ni de subordinación

Concentración contra la violencia sexual.

Concentración contra la violencia sexual. / R. Arjona

En tiempos difíciles, es fundamental alzar la voz y defender con toda nuestra fuerza los derechos que tanto nos ha costado conquistar. Las mujeres hemos recorrido un camino largo y lleno de obstáculos para lograr lo que hoy parecen derechos básicos: el acceso a la educación, la participación en la vida política, el derecho al voto y el control sobre nuestros propios cuerpos. Sin embargo, estas victorias, que deberían ser inalienables, están nuevamente en peligro ante el avance de gobiernos ultraconservadores que se expanden como una plaga por Europa y América.

Con cada paso que retrocedemos, se desmantelan derechos que han sido fruto de años de lucha colectiva. Un ejemplo claro y estremecedor es el reciente giro en Estados Unidos, donde, con solo una firma presidencial, el derecho al aborto ha pasado de ser un derecho básico a considerarse un delito en muchos estados. Este no es un caso aislado: es el reflejo de una ideología global que busca relegar a las mujeres a un segundo plano, devolvernos al silencio y al control patriarcal.

Pero no solo en el ámbito de los derechos civiles enfrentamos estos retrocesos. Las guerras, esas tragedias que deshumanizan, también nos recuerdan la vulnerabilidad específica de las mujeres. Siempre llevamos la peor parte: somos utilizadas como botín, nuestros cuerpos se convierten en campo de batalla y, cuando llega la tan esperada reconstrucción de los países, nuestras necesidades son olvidadas. Los derechos de las mujeres nunca son una prioridad en estos procesos. En su lugar, se refuerzan estructuras patriarcales que perpetúan nuestra exclusión y sufrimiento.

Esta desprotección se extiende también a la vida cotidiana. A pesar de los avances legales, seguimos viendo escenas que revelan una sociedad profundamente enferma de machismo. El interrogatorio vejatorio de un juez a una víctima de abusos sexuales o el reciente caso en el País Vasco francés, donde un hombre drogaba a su esposa y la entregaba a sus amigos para su explotación sexual, son ejemplos de un sistema que continúa permitiendo y normalizando la violencia contra las mujeres. Y no olvidemos lo más extremo y doloroso: los feminicidios, la expresión más brutal de esta violencia. A diario, parejas o exparejas siguen asesinando a mujeres, muchas veces utilizando a los hijos e hijas como herramientas para maximizar el sufrimiento de las víctimas.

No podemos quedarnos de brazos cruzados. La violencia machista no es un problema individual, sino estructural, y solo se podrá erradicar con un movimiento colectivo y decidido. Es hora de salir a las calles, de unirnos con fuerza y determinación para relegar el patriarcado a un segundo plano y exigir, de una vez por todas, una sociedad realmente igualitaria. No podemos aceptar ni un paso atrás, porque cada derecho que perdemos nos devuelve a un pasado oscuro que prometimos no repetir.

Sin embargo, esta misma estructura patriarcal también se refleja con crudeza en otro ámbito fundamental: el de los cuidados, una responsabilidad que recae de forma casi exclusiva sobre las mujeres y que condiciona por completo sus vidas. Entre la cocina y el cuidado de familiares mayores, entre la atención a la infancia y las exigencias del día a día, las mujeres cargan con un peso desproporcionado de las labores de cuidado. Esta responsabilidad, considerada “invisible” pero esencial, las relega a empleos de menor remuneración y obstaculiza su proyección profesional, afectando sus perspectivas de desarrollo y autonomía económica. Asimismo, el desgaste físico y emocional merma su salud y, con ello, incide en unas pensiones más bajas y en condiciones de vida más precarias. Este reparto desequilibrado de los cuidados se traduce en peores condiciones salariales y menor proyección profesional, ya que la dedicación a familiares enfermos o dependientes suele relegar sus aspiraciones laborales a un segundo plano. Además, la intermitencia en el trabajo y las aportaciones parciales a la seguridad social impactan en sus pensiones futuras y en la calidad de su vejez, perpetuando la brecha de género a lo largo de toda la vida. Solo a través de la unión y la lucha colectiva de las mujeres, exigiendo cambios legales y sociales que visibilicen y revaloricen estos cuidados, será posible transformar esta realidad y garantizar una verdadera igualdad de oportunidades y condiciones de vida.

Los poderes públicos tienen una responsabilidad ineludible. No basta con leyes escritas; necesitamos su aplicación efectiva, acompañada de un cambio cultural profundo. Queremos justicia, queremos protección y queremos vivir libres de miedo. Porque nuestra lucha no es solo por nosotras mismas, sino por las generaciones futuras, por esas niñas que merecen crecer en un mundo donde ser mujer no sea sinónimo de riesgo ni de subordinación.

Hoy, más que nunca, es imprescindible que estemos juntas. Unidas, fuertes y organizadas. Porque esta no es solo una lucha por derechos, es una lucha por la vida y la dignidad. Y no descansaremos hasta que el patriarcado sea cosa del pasado.

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