Opinión

El libro viejo

Joaquín Sabina, junto a Rosa León, Carmen Calvo y Miguel Ríos, en el homenaje a Lázaro Cárdenas.

Joaquín Sabina, junto a Rosa León, Carmen Calvo y Miguel Ríos, en el homenaje a Lázaro Cárdenas. / / MANUEL H. DE LEÓN

La denominación que más me gusta es esa: libro viejo. (Aunque parece que la palabra -viejo- se haya convertido en un tabú que siempre necesita su eufemismo: mayor, tercera edad, y otros engendros verbales.)

Algunos diferencian entre libro antiguo y libro viejo: el antiguo es el de bibliófilo, el de anticuario, digamos, el más caro, el de los perseguidores de primeras ediciones contemporáneas y de ejemplares de otros siglos, los que se extasían acariciando un ejemplar del gran impresor Sancha, por ejemplo, y escuchando la música de sus páginas al pasar, que es completamente distinta a la música del pasar las páginas de un libro moderno. Paco Brines tenía, en su espléndida biblioteca de Elca, libros de Sancha, con ilustraciones maravillosas, lomos de cuero repujado y bordes de las páginas bruñidos de oro. Para que se me entienda, voy a formular una hipótesis indemostrable: el libro antiguo suena a violonchelo, mientras que el libro viejo lo hace a canción del verano en una emisora de radio fórmula.

Hay quien habla de libro de ocasión. No es un nombre feo, que conste, pero lo encuentro ambiguo. Cualquier libro viejo es una ocasión para su comprador, aunque pague por él una fortuna. En casa de Joaquín Sabina pude ver y tocar una primera edición del Ulises, de Joyce, por el que había pagado miles de euros, pero que había sido para él una ocasión, una oportunidad.

Confieso que no siento la embriaguez de la bibliofilia, que es como casi todas las embriagueces: un vértigo provocado por una persecución más o menos pasional. Entiendo a mis amigos bibliófilos, y me gusta tener entre las manos una edición mitológica de ciertos autores, pero nunca me he desvivido por ninguna forma de coleccionismo. Carezco de la constancia fetichista que requiere ese entusiasmo. La bibliofilia es la más literaria de las pasiones, pero tiene menos que ver con la literatura que con la pasión: la pasión de coleccionar libros.

A mí me importa el libro por lo que contiene, y, aunque prefiero que esté bien editado, le disculpo la vulgaridad. En mi opinión, ser de bolsillo y pertenecer a una tirada de muchos miles de ejemplares no es un título nobiliario, pero tampoco una mancha genealógica.

Lo que más me gusta del libro viejo es imaginarle su peripecia, pensar en su condición itinerante, en su destino de individuo descarriado. Los libros viejos pertenecen a la razón vital de la que hablaba Ortega: individuos forjados con la historia, seres vivos que sólo existen en su circunstancia. No se trata de que la vida sea como un libro viejo, sino de que es un libro viejo, el libro de la vida en el que estamos señalados, el libro que nos escribe y en el que escribimos.

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