Opinión | En el barro

La oposición también existe en la dana

Compromís estaba ‘noqueado’ en octubre. Hoy relumbra. El PSPV ha asumido que el Gobierno llevaba el papel estelar frente a Mazón

La ministra y líder del PSPV, Diana Morant.

La ministra y líder del PSPV, Diana Morant. / E.P.

Empecé pilates. Mi espalda está en fase de adaptación. Me quedo con esos dos o tres minutos antes de la sesión en los que siete u ocho humanos están juntos en una sala y no se oye una palabra. Están en ellos, buscándose, sin pantallas, con los ojos entrecerrados, solos, con el único sonido de las pisadas en la madera y el rumor de la fuente de agua que alguien se sirve. No es tan difícil la paz. Lo difícil es sostenerla. Ahora hay que rearmarse para sostener la paz y conservar el sueño de Europa. Una paradoja más de estos tiempos torcidos.

El mundo ha entrado en una fase así, empeñado en torcerse. Pero a pesar de todos los Trump y Milei del mundo, lo que tenemos es bastante mejor de lo que teníamos hace unas décadas e infinitamente más habitable que en cualquier siglo pasado. Es el pensamiento que me queda después de ver ‘Aún estoy aquí’, quizá la mejor película de los Óscar (no las he visto todas). Hace dos telediarios gran parte del planeta estaba sumido en la violencia sin necesidad de guerras, dominado por la lógica de la represión ideológica de otros. Miles de nombres de desaparecidos son la lista de ese horror.

Hoy, en los días buenos, cuando paso por la guardería de la esquina y veo tanta vida empezando, pienso que no es tan malo lo que tenemos. Hoy, en los días buenos, cuando estoy en un concierto al lado de gente que fui yo hace veinte años, pienso que vale la pena esta burbuja de bienestar y libertad aunque ya no creamos en utopías. Quizá lo revolucionario hoy es ser conservador y no renunciar tan pronto a que una nueva generación pueda mejorar también sus condiciones de vida con respecto a la nuestra. Conviene recordarlo en este día (8M) reivindicativo pero también celebratorio.

En los días malos, pienso que la tecnología de la comunicación de hoy permite un aplastamiento de las conciencias que es en realidad una forma sofisticada de represión y dominio.

En los días malos, pienso que este tiempo es el preámbulo de una nueva cultura de la crueldad que se va a extender.

Y en los días mediopensionistas, con la muda diaria de escepticismo, pienso que todo es supervivencia y autoengaño, creerse en el lado bueno y buscar un culpable de todo aquello que va mal. En esos días mediocres confieso que hasta siento algo de compasión por Carlos Mazón, un presidente empeñado en no darse cuenta de que la calle dictó su veredicto sobre su papel en el día más importante de su mandato. Basta mirar alrededor. Empiezan las ‘mascletades’ falleras y la plaza aparece llena de mensajes contra él. La misma tarde, cuatro meses después de la riada, miles de personas siguen saliendo a la calle para clamar contra él. La misma noche, en un concierto, los músicos cambian la letra de una canción para pedir que se vayan los que no avisaron y no protegieron. El estigma que lleva es de los que no se borra. Cuestión de tiempo. Cuestión de asumir que el Mazón triunfador del Nou d’Octubre se evaporó por las leyes sin compasión de la política.

De Mazón ya he dicho mucho. Casi no he parado en 130 días. Pero la oposición también existe. Solo un par de días antes de la tragedia, la imagen de Compromís era la de un partido en horas críticas, ‘noqueado’ en ese momento por el caso del compañero Errejón y en una pendiente sin freno, sin encontrar su sitio desde el inicio de la legislatura, con un líder, Joan Baldoví, al que Mazón perdonaba la vida en cada sesión en Corts desde el pacto tácito con el PP. Cuatro meses después, refulge. No hacen falta encuestas para advertir que la percepción pública es otra. Compromís ha sabido ser Compromís, el partido que funciona mejor con la piqueta de derribar, y ha marcado una línea de oposición contundente y coherente cuando ha visto grietas y ruina en el otro lado.

Otra cosa es el PSPV, que ha cargado en estos meses con el peso de ser el partido del Gobierno central. Para lo bueno y para lo malo. Para la visibilidad que da el foco de Moncloa. Y para la aquiescencia con las directrices del Ejecutivo. La consecuencia ha sido una línea de oposición en ocasiones difusa, como con la moción de censura, primero rechazada, ahora enarbolada, pero con tantos matices que cuesta definir cuál es la posición. Y si cuesta explicar, cuesta de entender.

El Gobierno y no el partido ha sido el protagonista en esta confrontación con el Consell. El primero es el que tiene los cañones de luz del BOE y los presupuestos. La consecuencia ha sido el traspaso de notoriedad entre Diana Morant y Pilar Bernabé. La delegada es la cara visible en el enfrentamiento con Mazón y el Consell. La ministra es la líder que aparece desde la distancia en vídeo o audio, a veces en una nota tras una visita y que algún día de la semana está.

Sánchez decidió hace mucho su cartel principal valenciano: Morant a la Generalitat y Bernabé, a la alcaldía de València. La riada, sin embargo, que no ha impedido que los socialistas de aquí se enzarcen en una batalla fraternal, ha llevado también a una paradoja de papeles estelares. La riada, al final, no deja en el mejor lugar a quienes parecían llamados a ser las estrellas en 2027. n

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