Opinión
No puedes quererlos

Carteles de protesta vistos por todo Washington D.C. / AP/Ben Curtis
Se siente desnuda, sometida, previsible. Durante años. Poco se mueve en su mundo. Y mejor así, pues las novedades a menudo son desastres. Rue Clopart. Denise Lesur. Queda prendada, ya cuando es universitaria, por un pequeñoburgués de excesos intelectuales. Y eso le sirve para seguir rechazando su origen, ofendiendo (sin que ellos lo tengan en cuenta) la herencia de trabajo en silencio de sus padres, dos hormigas (dos peones, dirá Paco Cerdà) que llevan una vida entre lo deteriorado solo para asegurarle un futuro a ella, a su hija. Annie Ernaux, los armarios vacíos.
Es fácil merendárselo en unos días. Por el ritmo, por la intensidad. Hay un antes y un después de leer a Ernaux. Y pienso, quizá debemos dejar de escribir sobre la humildad económica y centrarnos en la opulencia, dar a conocer la distancia. Mucho se sabe de las clases subalternas, de los obreros, de las zonas medias y bajas. Cuando se explica el mundo se mira a ellos y ellas, alegando a la justicia. El conocimiento nos hará conscientes. De la mayoría sabemos la mayoría. El común de los mortales conocemos qué pasa. Las penurias, las frases rotas, los meses que se alargan, los recursos que se encogen. Trabajar para garantizar el futuro. Trabajar sin opción. Ir ajustado a pesar de trabajar. Trabajar, trabajar, trabajar.
En cambio, poco se sabe de los que poco trabajan y mucho tienen, más allá de las frivolidades de la prensa del corazón, que consumen aquellos y aquellas con aspiraciones infundadas. Compran la discrecionalidad, el secretismo. Poco sabemos de sus patrimonios, de sus privilegios, de sus codicias insaciables, de su avaricia y de su crueldad y amoralidad para tener lo que tienen y llegar donde han llegado. También sus múltiples posibilidades, su derecho a errar. Su falta de empatía y que no importe en su currículo. Su capacidad para digerir ser alguien por ser hijo o hija de otro u otra. Más allá de la trivialidad de sus vidas, saber la razón de la distancia, qué méritos han acumulado para gozar de una vida mejor. Todo eso aceptando que injusto también es analizarlos en conjunto, sin especificidades.
Dicho secretismo desactiva al pueblo, incapaz de saber de dónde le vienen los guantazos. El 10% de los españoles más ricos concentra más de la mitad de la riqueza del país, mientras el 50% de los hogares apenas alcanza el 8%.
Douglas Rushkoff llegó a la conclusión en su libro La supervivencia de los más ricos que los magnates americanos vinculados a la tecnología (como Elon Musk) están bajo la influencia de la Mentalidad, una certeza al estilo de Silicon Valley de que ellos y su cohorte pueden romper las leyes de la física, la economía y la moral para escapar de un desastre de su propia creación, siempre y cuando tengan suficiente dinero y la tecnología adecuada. Ahora, los multimillonarios rodean a Trump y él (también acaudalado) no duda ya, una vez en el poder, en evidenciar para quien gobierna. Mientras, el pueblo aspira a llegar ahí, sin percibir la mayoría de las veces que esos ricos ya lo eran hace décadas y que es más importante la herencia que la valía intelectual y el trabajo incansable.
El mundo se mueve lento. Encuentro un extraño placer entre los papeles escritos hace décadas. Rastreo en un periódico de 1919: “Comparados los tiempos actuales con aquellos otros de muy distinta organización social y muy otras ideas dominantes que las presentes, no puede menos de reconocerse que son mucho mayores las dificultades que un noble ha de vencer ahora para mantenerse en el alto lugar que le corresponde y merecer el respeto y aprecio generales”.
"No puedes quererlos, eres demasiado distinta", espeta el vanidoso pequeñoburgués a Lesur en el libro de Ernaux. Se refiere a sus padres. Engreído, desagradecido. Cuando tus referentes pasan a ser ricos sin moral escupes sobre el trabajo de tus padres. Tenemos un sistema económico diseñado para que la mayoría sobreviva y que solo una minoría pueda vivir como quiere, defiende la socióloga brasileña Sabrina Fernandes.
Dice Cortázar: “Por qué lloras, Persio, por qué lloras; con cosas así se enciende a veces el fuego, de tanta miseria crece el canto; cuando los muñecos muerdan su último puñado de ceniza, quizá nazca un hombre. Quizá ya ha nacido y no lo ves”. Si el tema de debate ciudadano (y con ello, político) fuese la distancia entre ricos y pobres quizá otro gallo cantaría.