Opinión | Algo personal

València

Familia

Somos una mezcla de nostalgias y esperanzas. De certezas y de incertidumbres. De sueños que nos esperan aunque no lo sepamos a la vuelta de la esquina.

Los Navarro Herráiz.

Los Navarro Herráiz. / L-EMV

Escribía Natalia Ginzburg que la vida transcurre entre una serie de esperanzas y nostalgias. Y eso es, más o menos, lo que suele pasar cuando la vida que contamos -no sé si también la que vivimos- es la de la familia. A veces de la nuestra. Otras veces de las que hemos conocido en las más diversas circunstancias y al cabo de mucho tiempo nos damos cuenta de que no hay demasiadas diferencias entre la una y las demás.

Lo que no se cuenta es como si no hubiera existido. Por eso hay muchas historias que se quedaron a vivir en el silencio, que se nos borraron a veces sin saber por qué de la memoria. Chof. El ruido de las cosas cuando se diluyen, a veces abruptamente, en los remolinos del olvido.

Todo es un cruce de caminos. Por cuál tirar, como en una canción de José Alfredo Jiménez. Siempre la incertidumbre. O casi la seguridad gafe de que, sea cual sea nuestra decisión, al final será la equivocada. Somos así. La duda infinita. Qué bien queda eso, ¿no?: la sabiduría está en la duda. Como lo dijo un filósofo importante, pues toca hacerle caso y quedarnos quietos delante de la estaca que señaliza las posibles direcciones a seguir en ese cruce bolerista de destinos. Y ahí te quedas, plantado como una higuera silvestre, sin prisas, sin agobios, hasta que un día te encontrará un grupo excursionista tieso como un palo, con la piel más reseca que la de Tutankamón en el Valle de los Reyes. Somos sin dudar la duda. Qué bonito.

Un día, sin embargo, piensas que ya está bien de tanta duda inútil. O cuentas lo que sabes o tu propia vida habrá sido un espacio vacío, sin nada dentro. Un hueco perdido en la inasumible oquedad de la Tierra que exploró magistralmente Julio Verne en sus novelas visionarias. “Desde pequeño me fascinó escuchar a las personas ancianas, sus narraciones sobre gentes de otras etapas todavía anteriores. Ese placer y esa necesidad por conocer historias y saber de personas ya inexistentes que no me han abandonado afortunadamente con el paso del tiempo”: eso pensó, durante la duda interminable, mi amigo Buenaventura Navarro Herráiz. Y al final le salió Los Navarro-Herráiz. Una historia familiar. Un libro con mucha vida dentro. Con muchas vidas.

Los Navarro  Herráiz. Una historia familiar

Los Navarro Herráiz. Una historia familiar / L-EMV

Yo mismo lo hice con la mía, aunque desde esa mezcla de realidad y de invenciones que son las novelas. Pero Ventura Navarro lo hace sin inventos de ninguna clase. Se fue a los archivos más inexplorados y sacó de los legajos un árbol genealógico que, a su lado, el de los Buendía en Cien años de soledad es una risa.

Los pueblos donde empezaron a buscarse sin saberlo sus antepasados. Ninguna aristocracia. Las historias de la aristocracia las escriben otros. Las que cuenta Ventura, que sabe más que Lepe (¿por qué decimos eso de Lepe?: ni idea), es el itinerario de algo que va muy por encima de los títulos nobiliarios: el de la dignidad. Los oficios de esa dignidad, de la nobleza que nos hace humanos. Nos conocemos desde hace dos o tres siglos y nunca me había contado (o yo no me acuerdo) que viene de familia de horneros. Los hornos de su familia en distintos lugares de València. Como Rafa Lahuerta, otro amigo del alma. Como Vicent Andrés Estellés en Burjassot: “el fill del forner, que feia versos”. El oficio en que anduve desde los diez u once años hasta casi los treinta. Alguna risa me eché con el poeta imprescindible: qué suerte, Vicent, yo curraba toda la noche y si mi padre me coge escribiendo versos me mete de cabeza en el horno moruno. Y eso que él recitaba como un rapsoda de categoría, con una voz que se parecía a la de Paco Rabal, su ídolo en el mundo del cine. El horno. La soledad de las noches. El pan crujiente para alimentar el hambre de aquel tiempo. Poca cosa más se comía entonces aparte de pan. Nada. Ahora dicen que el pan engorda. Lo que engorda son las botifarras que le metes dentro.

Me descubría a mí mismo en cada línea de este relato, de su bellísima escritura. La Montesa del padre, una moto de moda, como la Cofersa con sidecar que tenía el mío y recorríamos, como en un viejo Rocinante de hojalata, los caminos terrosos de la Serranía. La riada del 57 que convirtió la ciudad de València en navegable y a muchos pueblos como el mío en una ruina como el castillo y la casa de la Andenia. La llegada al Puerto de Sagunto, el sentido de pertenencia. Su sitio. Y por encima de todo están las casas en esta historia de sitios y de gente. En mi lectura de esa crónica familiar me quedo con las casas. Levantar de la nada los sitios donde vivir, echar raíces, saber que los sitios sin alguien que los habite no son nada, como escribía César Vallejo, el poeta que tanto sabía del extrañamiento.

Somos una mezcla de nostalgias y esperanzas. De certezas y de incertidumbres. De sueños que nos esperan aunque no lo sepamos a la vuelta de la esquina. Y la seguridad de que en la familia que nos cuenta en este libro hermoso Ventura Navarro se han ido heredando unas manos a otras para que la fiesta de la dignidad no decaiga. Lo decía José Saramago, que tanto sabía de eso, en un poema. La dignidad, querido Ventura. La dignidad. Eso a lo que pertenecemos…

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