Opinión
Eso llamado cine
Pedí que me hicieran una foto con ese vestido junto al Seiscientos blanco y cuando vi la foto en la pantalla de mi móvil, ahí estaba de alguna manera Paco, mi padre.

Una de las escenas de Sergio Villanueva rodadas en Mallorca de la segunda temporada de la serie 'La Ruta'. / L-EMV
Llucmajor es un conocido y tranquilo pueblo de Mallorca situado a unos veintisiete kilómetros de la ciudad de Palma, en la comarca de Migjorn. En su amplia plaza de España, rodeado de fachadas con ventanales verdes propios de la isla, me encontré viajando a 1971 hace unos días. Mis queridas Esther y Piluca, junto a Fran, me habían dejado un pelo acorde, con las enormes patillas correspondientes, y el bigote espeso con pronunciada curva que tan de moda puso en aquella época José María Íñigo, el insustituible presentador de TVE. Habíamos acordado que eso ayudaría a dar más credibilidad a don Ricardo, un empresario de la construcción al que se le hacía complicado adaptarse a esos nuevos tiempos que ya se anunciaban en cada esquina, acera, bar, facultad, estanco, panadería, quiosco, pantalón de pana o porro de marihuana. La tipología de don Ricardo también fue definida con mucho detalle por Giovanna, del departamento de vestuario, quien me proporcionó un rotundo traje granate oscuro de anchas solapas con pantalón acampanado, así como unos zapatos de rejilla brutales que había preparado a juego con el traje, con total acierto. A don Ricardo, le añadimos también una corbata de nudo grueso, unas gafas graduadas metálicas y cuadradas, con las que vería todo borroso; así como un reloj digital de sospechosa hora y más sospechoso oro.
En ocasiones, un actor sale del proceso de peluquería y maquillaje con casi todas las claves para su personaje. Lo mismo desde el departamento de vestuario. Tal era mi caso aquella mañana en la que me encontré con grandes hallazgos para mi personaje, en esos pequeños detalles que me ofrecieron como regalo clarificador mis compañeras de peluquería, maquillaje y vestuario. Sólo tenía que mirarme en un espejo para saber qué voz tendría ese señor en el que había entrado, y que me miraba desde 1971 con cara reacia a discretas reformas en el anquilosado régimen. Hablaría como quien fumaba dos paquetes de Ducados y se cascaba un par de Sol y Sombras después del café de medio día. Miraría como quien siente en todo momento un fajo de billetes de mil duros en el bolsillo derecho del pantalón, rozándole en todo momento los cojones. Esos que primaban más en aquella época para algunos que el propio cerebro.
Una vez ya listo, me encontraba rodeado de decenas de figurantes de cualquier edad o condición distribuidos estratégicamente por la plaza, o sentados en las otras mesas de la terraza del bar de esa plaza donde estaba a punto de rodar la secuencia junto a Àlex Monner y Fernanda Orazi, con las precisas indicaciones de uno de los directores con más oficio, respeto, sonrisa y cariño que he conocido. Borja Soler. Apunten bien este nombre.
Desde nuestra posición admirábamos bicicletas setenteras impolutas, así mismo una Vespa amarilla y un ciclomotor azul, con todas las piezas impolutas. También palleses mezclados con banqueros, hippies de la época y amantes furtivos disimulando ante una pareja de grises que quedaban mirando con lascivia ibérica, más o menos contenida, a un grupo de fingidas turistas alemanas. Todo ello acontecía frente a un equipo entregado que había desplegado los focos, los micros, las ópticas y la claqueta. Otros tantos compañeros detenían el tráfico o a los viandantes que no tenían ni idea de que se estaba rodando en su pueblo.
La jornada fluyó de un modo suave, a pesar del viento gélido que corría libremente por la plaza que recreábamos, en plena estación cálida del 71. Como el mismo viento pasaron las horas de aquella fría mañana y, sin casi darnos casi cuenta, se dio por bueno el último plano. Me disponía a volver a vestuario para desprenderme de don Rodrigo y regresar a 2025, pero me di cuenta de que un Seat Seiscientos blanco requerido para el rodaje había quedado solitario en mitad de la plaza. Imaginé que igual había quedado aparcado de una forma parecida aquel Seiscientos de cierto joven viajante de comercio valenciano cuando visitaba clientes, en ese mismo 1971, recorriendo la isla con catálogos y muestras de las porcelanas valencianas de Porcegama, Porceval y Miquel Requena, con las que se empezaba a ganar la vida. Me vi reflejado en un escaparate que había junto al pequeño Seat Seiscientos. Comprobé que mi rostro ya no era el de don Ricardo. Así que pedí que me hicieran una foto de ese vestido junto al Seiscientos de color blanco. Cuando vi la foto en la pantalla de mi móvil, ahí estaba de alguna manera Paco, mi padre. Un padre feliz, que acababa de recibir la enhorabuena por parte de sus clientes mallorquines, al saber que su mujer estaba a punto de dar a luz en Valencia a un niño que amaría igual, o mucho más que él mismo, eso llamado cine.
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