Opinión | No hagan olas
Metropolitanos
Tras la pantanada de 1982 y la dana de 2024 hora es hora es de abandonar el espíritu del campanario para establecernos como colectivos metropolitanos
Se trata de recuperar la visión supramunicipal, metropolitana, abriendo el obturador de la mirada geográfica

Una imagen área de las consecuencias de la dana el 29 de octubre en el área metropolitana. / L-EMV
Si algo ha quedado en evidencia tras la Dana del pasado octubre es el colapso del sistema de Emergencias. No hacía falta la instrucción judicial para certificar la inopia en la que se instaló el llamado Cecopi –¡vaya acrónimo ridículo para un organismo vigilante de nuestro destino!–. En aquel centro operativo apenas se tomaron decisiones pero sí se grababan imágenes para la posteridad televisiva de una sala con mesitas que parecían como de parvulario. Política de tik-tok. En cambio, no había en ese estado mayor para la defensa civil ni una sola pantalla que sintonizara À Punt, cuya retransmisión en directo de las terribles inundaciones fue, sin duda, la mejor tarea informativa del canal autonómico desde su restauración. Lo cual, por cierto, le valió la dimisión a su director general. Política valenciana.
También ha quedado dicho que en los días siguientes hubo descoordinación general; mucho chaleco con logotipos y falta de conocimiento o experiencia. La humanitaria respuesta de la gente de a pie desbordó por igual a los poderes públicos. Nadie se había documentado para tan colosal tragedia, salvo Ikea y la exsecretaria autonómica de urbanismo en los 80, Blanca Blanquer. Solo con el paso de los días se pudo comprobar la ingente tarea de la UME, el pundonor de los empresarios salvando sus negocios, la diligencia del Ministerio de Obras Públicas, la de los operarios del Metro, los fondos privados y altruistas que se destinaron a la solidaridad, desde el liderazgo de Juan Roig a las donaciones más populares, los avales del ICO para que la banca comercial anticipara los seguros, el plan autonómico Vive para la construcción de nuevas viviendas… No todo han sido malas noticias en medio de la catástrofe. Por momentos los valencianos hemos sentido el corazón compungido al comprobar que se nos quiere en el mundo; menos en Singapur.
Ahora dicen que toca la reconstrucción. Los políticos creen en el poder taumatúrgico del lenguaje. En la palabra rosa está la rosa, decía el poeta. Pero la reconstrucción apenas se ve en algún plan concreto ni avistamos un valiente contenido futuro. Ni siquiera el nuevo conseller encargado del temario, Gan Pampols –este sí, de nombre con valor literario–, ha podido enhebrarlo. Por momentos tendrá que lidiar con el negacionismo medioambiental de Vox, cuando ni siquiera tenemos la certeza de que lo ocurrido no ha sido una mera contingencia sino fruto de la imprudencia temeraria del desarrollismo. En cualquier caso, esa discusión sobre fenomenología climática carece de sentido en estos momentos. Solo los arqueólogos son capaces de mostrarnos secuencias históricas sobre los desbordamientos fluviales en nuestra costa mediterránea, y nos enseñan que son recurrentes, con o sin cambio climático.
Que el valenciano sea en esencia un pueblo agrario o que su construcción más atávica consistiera en una sencilla barraca de paja y adobe, da cuenta de su sabiduría antropológica ante las adversidades que se promediaban cada tantos años en su tierra. Lo que en las últimas décadas ha cambiado, de forma radical, es la ocupación masiva de ese frágil territorio aluvial que es la Comunidad Valenciana. No cabe, en consecuencia, reconstruir sino repensar y reformular. Evitar la perspectiva inmediata y local. Se trata de recuperar la visión supramunicipal, metropolitana, abriendo el obturador de la mirada geográfica. Lo han señalado especialistas significados (Josep Vicent Boira, Joan Romero…). Como vienen subrayando reconocidos expertos en hidráulica (Juan Marco, Félix Francés…) para que se tome en consideración una ordenación territorial vinculada a la naturaleza y no a la política. La práctica totalidad de los técnicos competentes, de arquitectos a ingenieros, geógrafos o urbanistas, coinciden en tales advertencias.
En el proceso de descentralización administrativa que se ha registrado en nuestro país este último medio siglo, se han cometido serios errores de funcionalidad para la gobernanza, justo en sentido contrario a lo que estamos reivindicando. La ideología y la política se han antepuesto a la inteligencia, incluso al sentido común. Suprimir el organismo planificador Gran Valencia por franquista, fue uno de esos errores. Fragmentar la sanidad en diecisiete sistemas autonómicos, otro. Mantener la Jefatura de Costas en Madrid, no digamos. O dejar en manos de los ayuntamientos la ordenación urbanística, una descomunal equivocación, dado que dicha función lleva aparejada una permanente cantidad de ingresos para las arcas municipales a través de la concesión de licencias y la recaudación del IBI. Una perversidad.
Un sistema municipal que, junto a aquella nefasta ley de urbanización valenciana y la liberalización del suelo, nos ha dejado un territorio colmatado de ladrillo. Y no es excusa que la falta de suelo urbanizable sea la culpable del alza de los precios en la vivienda. Los valores inmobiliarios se disparan porque no hay promociones públicas, ni siquiera de proyectos protegidos por precios tasados como en las antiguas VPO,s. Y porque sobre las casas se ejerce una presión fiscal desproporcionada.
Tras la pantanada de 1982 y la dana de 2024 hora es de despertar, de levantarnos y exigir una nueva cultura que nos transforme como pueblo para conseguir un buen porvenir. Hora es de abandonar el espíritu del campanario para establecernos como individuos y colectivos metropolitanos. Habitamos ciudades, urbes interconectadas, donde las calles han sido sustituidas por autovías. La lección está en Japón. Allí, hace décadas que la modernidad trajo estrategias de gobierno y educación ciudadana para enfrentarse a la inestabilidad sísmica de su geografía: tecnología y pedagogía al servicio de la superación de las crisis naturales. Aquí, en cambio, hemos seguido construyendo garajes subterráneos inundables y carreteras que taponan los cursos del agua desbocada. En las escuelas, ya nadie sabe nada de riadas.
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