Opinión | Crónicas de la incultura

Universitat de València

Catástrofes

Mascletá de la plaza del Ayuntamiento.

Mascletá de la plaza del Ayuntamiento. / Francisco Calabuig

He aquí una palabra que el común de los mortales asocia inmediatamente con el periodismo: "catástrofe". Se supone que los periodistas olisquean como perros de presa los incendios devastadores, las erupciones violentas de los volcanes, las pandemias mortíferas, los bombardeos espeluznantes, los terremotos y las inundaciones que causan centenares de víctimas, en definitiva, todo lo que nos pone los pelos de punta. Los periodistas rastrean las noticias impactantes, aunque el ingrediente sensacionalista no aparezca en la definición académica del término 'noticia': "Información sobre algo que se considera interesante divulgar". A no ser que añadamos una palabra clave, como hace el DRAE: "noticia bomba" Si no lo expresamos así, parece que nos estamos refiriendo a los descubrimientos científicos, pues el origen de la palabra 'noticia' es el latino 'notitia', "conocimiento", que viene de 'notus', participio de 'noscere', "conocer". Según este punto de vista, la teoría de la relatividad propuesta por Einstein, la de la evolución de las especies concebida por Darwin o la radioactividad de ciertos elementos advertida por Marie Curie son noticias que afectaron profundamente a nuestra visión del mundo, aunque dudo que en su momento hubiera algún periódico que se hiciese eco de las mismas.

Resumiendo: como todo el mundo sabe, se puede decir que hay dos dimensiones de la palabra 'noticia', la emocional y la racional y que los medios suelen privilegiar la primera. Pero lo que no se suele decir es que también existen dos dimensiones equivalentes para la palabra 'catástrofe'. El diccionario registra la primera de ellas, "suceso que produce gran destrucción o daño", pero ignora la segunda. En la ciencia, que es el dominio de la razón, una catástrofe es una singularidad matemática, es decir, una ecuación que se desenvuelve gradualmente hasta que llega a un punto de cambio brusco sin retorno. Este modelo, descubierto por el matemático francés René Thom, a veces resulta emocionante, otras no. Por ejemplo, el paso del agua desde el estado líquido hasta el estado sólido no tiene nada de emocionante, pero el paso de una democracia a una dictadura o a la inversa sí que resulta traumático, como también lo son las crisis esquizofrénicas o las bursátiles, situaciones que han sido predichas por los científicos. ¿Que por qué les cuento esto? Porque en Valencia estamos en puertas de una catástrofe racionalmente previsible y resulta imprescindible adelantarse al desastre. Cuando digo que la fiesta de las Fallas lleva camino de terminar en catástrofe no estoy hablando figuradamente, esto es en clave emocional, sino con la objetividad implacable de la razón. A cualquier ser humano en su sano juicio no le cabe en la cabeza que la vida de una ciudad de un millón de habitantes pueda ponerse entre paréntesis durante dos semanas, con cientos de carpas en mitad de la calle dedicadas al jolgorio etílico de día y de noche. También es un milagro que hasta ahora este descontrol de continuas explosiones no haya sido aprovechado por alguna organización terrorista –el catálogo es amplio– para producir una matanza. O que las aglomeraciones multitudinarias en lugares estrechos no hayan provocado una estampida con cientos de víctimas. Solo de escribirlo me tiembla la mano.

No esperen de mí una condena inapelable de nuestra fiesta mayor. Tiene muchos aspectos entrañables, motiva a miles de conciudadanos que vienen participando en ella desde la infancia y, en definitiva, constituye nuestra carta de presentación cultural ante el mundo. Pero les estoy hablando de aquellas Fallas de hace años, no de esta monstruosidad que nadie parece capaz de parar. Hemos pasado de ser paradigma de la diversión, al estilo del carnaval de Rio de Janeiro, a destino turístico tercermundista en el que todo está permitido. Todos sabemos que los occidentales ricos han practicado y practican un vergonzoso turismo sexual en el sudeste asiático donde la gente es muy pobre y tiene que hacer cualquier cosa por sobrevivir. Pues miren, la noticia de la explosión que provocaron en un solar de Valencia turistas del norte de Europa sin escrúpulos, atraídos por las redes sociales, me ha enfurecido, porque sé que no lo habrían hecho en Amsterdam ni en Munich y ni siquiera en la mediterránea Nápoles. Me temo que aquí, en esta ciudad orgullosa de ser el cap i casal de un antiguo reino medieval, estamos a punto de traspasar el límite. Irreversiblemente. Luego no se rasguen las vestiduras: ustedes, nuestras sedicentes autoridades, habrán tenido la culpa.

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