Opinión | Bolos
El acento de Saragossà
Su gran error no es defender el acento cerrado, sino darle la patada definitiva a esa AVL que tanto quiso

Abelard Saragossà, en su despacho. / José Manuel López
La discusión de la tilde en el toponímico del Cap i Casal (siempre con mayúsculas, según el DNV) no es filológica, está más próxima a esa endogamia científica instalada en las instituciones universitarias, tanto públicas como privadas. Solo unos pocos sabemos la ilusión desbordante que mostraba Abelard Saragossà para ser académico de la AVL. El lingüista de Silla con la selecta compañía de antiguos pecadores de la cofradía de Pompeu Fabra llevaban tiempo conspirando para limpiar de vocablos norteños la lengua de Ausiàs March. Tras algunas promesas incumplidas y tenacidad bíblica Saragossà ingresó en Sant Miquel dels Reis en 2016, justo un año después que sus antiguos camaradas impartieran doctrina en el primer Botànic.
Intentó acercarse a Compromís, pero en aquel momento nadie con experiencia contrastada era digno de ser atendido en una coalición empoderada donde solo el activismo daba puntos, y los filólogos, sobre todo los nuestros, huyen de cualquier aglomeración desde tiempos de Sanchis Guarner. Luego buscó refugio entre la socialdemocracia autóctona, donde encontró más educación que osadía, pero inasequible al desaliento se plantó con su argumentada desiderata en la reglamentaria Sección de Onomástica de la AVL con su ‘Valéncia’. Perdió por mayoría absoluta y se quedó de hipoboscoideo.
Primero fue que si el estándar televisivo, luego la guerra abierta con los fundamentalistas de Marzà y así hasta quedarse de voz desierta en una academia, que a su vez, iba derivando más hacia identidades individuales que sociolingüísticas. Siete años después, oteó el panorama despejado y empezó a llamar a la puerta del PP con el maletín cargado de informes, donde fue recibido a cuerpo de rey.
Su gran error no es defender el acento cerrado, al que le asiste toda la razón, antes y ahora, sino darle la patada definitiva a esa AVL que tanto quiso, pero lo rechazó a la primera, y justo en el peor momento de la corta vida de la institución creada justamente para apagar el fuego lingüístico. Su despecho de amor fugaz le ha llevado a no ver las trampas que hay en el camino emprendido donde las esencias gramaticales pretenden tapar otros hedores. Porque si cualquiera de los trece filólogos que se sientan en la AVL empezarán a montarse chiringuitos lingüísticos para dictámenes a la carta, no tendría ningún sentido una Acadèmia Valenciana de la Llengua, que, por otra parte, es una de las máximas exigencias de Vox.
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