Opinión

Una estrategia política

Las instituciones de utilidad pública fundamental no puede tener ánimo de lucro. Así de sencillo

La entonces ministra Yolanda Diaz junto al entonces vicepresidente Pablo Iglesias en una imagen del año 2020.

La entonces ministra Yolanda Diaz junto al entonces vicepresidente Pablo Iglesias en una imagen del año 2020. / Mariscal

La clave de la situación política es una asimetría que obra en mente de todos. PP y VOX esperan gobernar el Estado, mientras PSOE y Sumar no tienen tanta confianza en repetir el gobierno de coalición. En una intervención en RNE, Pablo Iglesias, que opera a la vez como político y comentarista, ofrecía una propuesta que abordaba este asunto con su proverbial rotundidad. En su opinión, la única manera de salvar el gobierno de coalición es dividir Sumar. Unos se deben integrar en el PSOE, otros en Podemos. La formación de Belarra sería la única formación a la izquierda de Sánchez.

Esta desnuda expresión del deseo revela que Iglesias no ha abandonado el tecnicismo constructivista de la política que le hizo famoso. Por mi parte, no creo que las cosas funcionen así. Ante todo, porque eleva a Podemos al juez que traza la línea. Iglesias proponía a Compromís su integración en el PSOE. Comunes en Podemos. Más Madrid, ya se sabe. Este tipo de operaciones destruye los vínculos de representación y son estériles. Seguro que Sumar tiene problemas, pero tiene un electorado claro, disperso, plural, heteróclito, que no desea integrarse en el PSOE ni en Podemos.

La estrategia política quizá sea dar señales claras -y Podemos no lo hace- de llegar a acuerdos progresistas serios, capaces de hacer sentir a la ciudadanía que está llamada a apoyar mejoras sustantivas en la realidad española. Eso forzará al PP a colaborar y distanciarse de VOX. Esos cambios deben tener alcance para realizar la Constitución en sus derechos fundamentales. Se ha visto en la convergencia inequívocamente europeísta del PSOE y Sumar y sus reservas compartidas sobre la carrera de rearme. Pero el ejemplo más reciente es el anuncio del Gobierno de regular la Universidad privada, condición de acceso a un trabajo cualificado. Este ejemplo podría generalizarse y mandar la señal de que se trata de un programa de aplicación concreta de principios.

La universidad forma parte del derecho fundamental a la educación. Como tal, su atención alberga una dimensión pública indestructible. Todo actor que quiera intervenir en ese ámbito ejerce una responsabilidad pública. No puede ser un actor meramente privado. Todas las universidades, públicas o privadas, son instituciones de utilidad pública y el Estado debe velar para que cumplan compromisos de igualdad de oportunidades, mérito, reconocimiento justo del trabajo, calidad de oferta y atención a su función social, desde la extensión del saber a la producción de ciencia. Estos requisitos son orgánicos. Definen un derecho fundamental.

Todos ellos son contrarios al afán de lucro. No se trata de universidades públicas o privadas. Se trata de que unas y otras no pueden estar presididas por la búsqueda del beneficio. El cumplimiento de derechos fundamentales no puede estar sometido a esa lógica. Sólo si se regula esto, se podrá conseguir lo demás. Cuando Feijóo acusa a Sánchez de limitar la libertad de educación desvía el argumento. Lo que él reclama es no limitar la libertad de empresa. Pero los derechos fundamentales no deben estar sometidos a la lógica de lucrarse propia de la libertad de empresa. La educación no es una empresa. Es un derecho.

Las instituciones de utilidad pública fundamental no puede tener ánimo de lucro. Así de sencillo. Si se asume este punto, el motivo para fundar una Universidad será ciertamente el de la libertad de educación, defender una cosmovisión, una línea de investigación o un tipo de docencia. Esa pluralidad enriquecerá a un país. Por supuesto, las instituciones que atienden derechos fundamentales no deben perder dinero. No pueden permitirse disponer de un régimen económico desordenado. Al contrario. Porque atienden derechos fundamentales e intereses públicos deben ser exquisitamente racionales en el gasto, finalistas en el mismo. Esto concierne especialmente a las Universidades públicas, cuya gobernanza y administración debería racionalizarse de forma urgente.

Pero lo importante es el principio. Si se asume, toda la batería de medidas anunciadas por el Gobierno se desprenderán como plenamente legitimas, no arbitrarias, caprichosas o decisionistas. Aquí, en estos temas, las veleidades populistas deberían desaparecer y son innecesarios los comentarios sobre chiringuitos. Lo decisivo es que no podemos poner en manos de fondos de inversión, entregados de forma absoluta a la búsqueda de beneficio, el destino de la juventud de nuestro país. Y no nos engañemos. Quien utilizará esas universidades será la juventud que no llega a las notas de corte de las plazas de la Universidad pública. Esa población integrará muchos polizontes ricos, pero también a gente de clase media baja, que se endeudará en ellas. Mientras, los más preparados -suelen coincidir con clases más acomodadas-, pasarán los cortes de los numerus clausus de las públicas.

Por eso la solución pasa por mejorar las universidades públicas para aumentar su oferta de plazas. Concretar en favor de las clases populares los derechos fundamentales de la Constitución es la gran estrategia. Eso implica limitar el afán de lucro en esas actividades. Se puede aplicar a la sanidad o a la gestión de la dependencia. Pero lo más urgente es aplicarlo a la vivienda. El gobierno puede implementar la solución de Singapur o de Viena, pero la vivienda no puede estar sometida a la economía de activos.

Que alguien por favor lea ‘El secuestro de la vivienda’, de Jaime Palomera, y que se haga con un puñado de ideas para llevarlas a cabo. Como él mismo dice, el secuestro de la vivienda rompe la sociedad. El secuestro de la Universidad, también. Toda estrategia política seria busca impedir esa fractura.

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