Opinión

València

La crisis de lo masculino

Si en el último siglo ha habido algún cambio que haya afectado a la conciencia humana global y que suponga un punto de inflexión desde el principio de la memoria humana, ese es, a mi juicio, el cambio de posición del ser humano ante el mundo y, como consecuencia, ante sí mismo.

Desde que somos capaces de recordar —y más allá todavía, hasta donde somos capaces de suponer—, la relación del hombre con el mundo ha estado mediada por nuestro «poder» para dominarlo y ponernos a salvo de sus energías al tiempo que las aprovechábamos en nuestro favor. En realidad, sigue siendo así y podemos suponer que lo seguirá siendo.

Pero con la utilización de la bomba atómica y la creación de los arsenales nucleares y sus potenciales riesgos destructivos, el miedo humano que identificaba las amenazas para la supervivencia —con un gesto apenas apreciable— dejó de estar dirigido al mundo o a los enemigos, y con un espanto nuevo se descubrió a sí mismo. En esa tesitura, el empeño por ponernos a salvo del mundo pasó a incluir la necesidad de poner a su vez a salvo al mundo de nosotros mismos, y el «poder» cedió su exclusiva hegemonía al «cuidado» como forma de relación con el mundo y como autoconciencia de lo humano del hombre.

Decía Einstein que con el descubrimiento y la manipulabilidad de la energía atómica todo había cambiado menos la forma de pensar de los hombres. No era verdad, aunque lo pareciera, pero los cambios culturales y antropológicos no son tan inmediatamente apreciables ni siguen el ritmo de los cambios tecnológicos. Al menos desde el último tercio del siglo XX, es una certeza dominante la conciencia de que si no utilizamos nuestro poder para cuidar del mundo nuestra propia supervivencia estará amenazada. Así que se nos ha hecho necesario poner el mundo a salvo del hombre para poder quedar a salvo nosotros mismos en el mundo. Por primera vez en la historia del hombre, experimentamos la preservación del mundo como un imperativo de naturaleza moral y política a partir de la certeza de que se trata de una condición de posibilidad de la supervivencia de la Humanidad.

La pavorosa hecatombe que supusieron las dos guerras mundiales terminaron por transformar el poder militar en una amenaza tan cierta o mayor que la defensa que podían reportar. El hecho casi desapercibido de que los militares dejaran de ser el oficio que aportaba más dirigentes políticos en los países desarrollados (Degaulle ha sido el único militar de carrera que desde 1950 ha gobernado un país europeo occidental), no es un mero azar, sino un síntoma de la crisis del «paradigma guerrero» como fuente de las categorías políticas de la ciudadanía europea desde el inicio mismo de su historia, e incluso desde el más temprano neolítico con los reyes guerreros, por no remontarnos más todavía.

No puede ser un mero azar que la crisis del paradigma guerrero y sus valores anexos, la aparición en la segunda mitad del XX de la conciencia ecológica en concomitancia con el pacifismo como clima moral basal de nuestras sociedades, y la emergencia del cuidado como autoconciencia humana en el mundo, supongan en conjunto una suerte de «feminización» de los patrones de humanidad. Y tampoco puede ser meramente casual que todo lo anterior sea coetáneo con la inédita relevancia pública, social y laboral que la mujer ha cobrado a finales del XX y el primer cuarto del XXI en las sociedades desarrolladas.

Si es verdad que el paradigma del cuidado está desplazando al paradigma guerrero como perfil más eminente en la autoconciencia de lo humano, entonces y en buena medida al menos, lo masculino puede estar cediendo su inmemorial exclusividad como patrón de humanidad. Nada de todo lo anterior supone por sí mismo una crisis de la masculinidad, ahora emplazada a redescubrirse mediante formas nuevas de concebir las relaciones de pareja, de paternidad o amistad, y, más en general, de ciudadanía. La masculinización del cuidado guarda potencialidades que profundizan y perfeccionan lo varonil más allá de la unidimensionalidad de las facetas destacadas por el patrón de lo guerrero.

Pero la historia del hombre enseña que encontramos una gran dificultad para conservar todo lo valioso en mitad de los descubrimientos: es la lógica de las revoluciones que solo saben afirmar lo nuevo mediante la negación cancelatoria de lo anterior. En esa dirección, la abominación de la violencia y de la agresividad están perfilando una causa general contra el varón y la masculinidad. A esa causa se suman todos los feminismos revanchistas que apenas disimulan su aborrecimiento de la complementariedad sexual humana bajo belicosas distinciones de clase y relaciones de poder.

No es posible suprimir la disputa esforzada, incluso agresiva, del repertorio de las conductas deseables sin infringir una disminución irreparable a la masculinidad como modo no solo válido e imprescindible, sino ennoblecido de la humanidad. Para comprenderlo es necesario reparar en que la agresividad no consiste tanto en la acción física que pretende un daño, como en la fuerza necesaria para hacer algo sin descartar que puede implicar un daño, fundamentalmente para el que lo hace, pero tal vez también para el otro.

Lo tenemos ante nosotros a diario en los deportes que requieren contacto y disputa física, y en los que somos perfectamente capaces de distinguir una agresión intencionada de una fuerza que no elude el choque ni los daños posibles sin pretenderlos. En el choque, la disputa y la lucha puede haber una forma de cuidado extremo que procura evitar el daño ajeno mediante el peligro de sufrirlo en uno mismo, y que anima tanto a las vocaciones militares, como a los oficios de salvamento y, en general, a todo el que prefiere asumir un riesgo para evitárselo a otro; también el riesgo que surge de una agresión y que requiere lucha para evitar el daño propio o el de un tercero indefenso causándoselo al agresor.

Que hay formas de cuidado que pueden requerir la lucha agresiva contra agresores es tan cierto como que hay formas de omisión del auxilio debido que consisten en huir del riesgo necesario para poner a salvo a quienes están a nuestro «cuidado». En efecto, de aprender a declinar el cuidado en todas sus formas no solo resultará una reformulación ennoblecida de lo masculino, sino una feliz principalidad del cuidado respecto de la fuerza capaz de transformarla.

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