Opinión

Un Nuevo Testamento para la izquierda, I

Trump defiende los aranceles como solución a los grandes déficits económicos

Trump defiende los aranceles como solución a los grandes déficits económicos / Agencias | Europa Press

Que yo sepa, sólo hay una lectura optimista de la victoria de Donald Trump. Esto no significa que sea una lectura correcta, claro está. Sin embargo, como es la única que nos da alguna esperanza, creo que vale la pena desarrollarla. Consiste en postular que el 49,8 % del electorado que votó a Trump no lo hizo por un compromiso activo (y, llegado el caso, violento) con las ideas-fuerza de su campaña, sino por el deseo de sustraerse de los compromisos que el voto a Kamala Harris y al partido demócrata representaba. Pese a que el descontento con la inflación también influyó (aunque más para que los votantes demócratas se quedaran en casa), lo que motivó el voto a Trump no fue la adhesión afirmativa a su nacionalismo blanco tanto como el deseo de sustraerse de las demandas que se derivaban de las políticas de identidad.

Aunque se relacionan, no son posiciones idénticas. Creo que el votante de Trump no es mayoritariamente un reaccionario de extrema derecha, sino un hombre agotado, que se conoce a sí mismo lo suficientemente bien como para no confiar en su propia perfectibilidad (ni en la mejora del género humano). Está diciendo: «No me pidáis más esfuerzos. La mayoría del tiempo, no tengo energía ni para ser un buen padre, un buen trabajador ni un buen marido. No tengo fuerzas ni para sostenerme a mí mismo. No me reclaméis, encima, que me cuestione y revise críticamente mis hábitos, mis chistes, mi forma de hablar».

Por supuesto, el votante progresista responde a esto diciendo que, si él está cansado, que se imagine cómo lo están las minorías étnicas y raciales que siguen siendo víctimas de injusticias y violencias históricas y estructurales; o aquellas mujeres que día a día sufren injusticias y abuso físico y verbal, en su tiempo de ocio y en el trabajo; o el colectivo LGBTIQ+, maltratado desde todos los puntos de vista, y el cual sufre (sobre todo los miembros trans) los mayores índices de suicidio registrados. Los miembros de estos grupos no sólo están cansados; en muchos casos viven directamente en peligro.

Personalmente, creo que sigue siendo más urgente afrontar estos últimos desafíos. Pero también soy consciente de que las políticas de identidad tienen, por fuerza, un público minoritario, y de que en una sociedad cada vez más competitiva y cuyas recompensas son cada vez más precarias, se puede ser un hombre blanco y heterosexual y no tener energías para comprometerse con los derechos de otros, todavía menos cuando esto implica cuestionarse ciertos privilegios propios. Igual que existen movimientos a favor de los derechos y las identidades de las minorías más vulnerables, Trump ha arremolinado en torno a su figura a una mayoría silenciosa que ahora sale de su sopor para gritar que la dejen en paz, que está harta y cansada. Desde este punto de vista, creo que lo que verdaderamente atrae al votante de Trump no son el machismo, el racismo o el nacionalismo que las palabras y actos de su líder muchas veces expresan, sino su completa desinhibición a la hora de sustraerse de compromisos adquiridos por los EE UU y sus demandas asociadas; la capacidad de Trump para abandonar las reglas del juego que enarbolan los expertos, de los dogmas del neoliberalismo, los acuerdos de libre comercio, las fronteras abiertas, los tratados internacionales… lo que sea. Ahí reside su poder carismático.

Se olvida demasiado pronto cuál fue el verdadero poder del cristianismo, sobre el que fundamentó su expansión cultural. Por suerte todavía quedan académicos como Tom Holland que, desde el podcast Past, Present, Future, nos lo recuerdan. Holland destaca la perplejidad de tantos y tantos teólogos cuando se acercaban al Nuevo Testamento y descubrían que, con sus parábolas, Jesús de Nazaret no ofrecía nada parecido a una doctrina o unos preceptos básicos y coherentes de comportamiento. Su mensaje era abiertamente contradictorio. De esa contradicción, que no tenía cierre ni síntesis posible, el cristianismo extraía su fuerza centrífuga y capacidad de universalización. Pero lo sustantivo era la liberación que ofrecía a sus fieles. ¿Liberación de qué? Sencillamente, de los infinitos códices y libros de leyes repletos de los preceptos de la tradición judaica. El cristianismo liberaba porque sustraía al fiel del peso insoportable de unas demandas cuyo influjo todavía notamos en la obra de Franz Kafka, en la forma de una ley que hace imposible la vida cotidiana.

Aunque no seré yo quien asuma plenamente esta empresa (soy progresista, pero tampoco me llegan las fuerzas), creo que hace falta un Nuevo Testamento para la izquierda. Trataré de desarrollar algunas claves en futuras entregas. Hoy sólo desarrollaré una idea: la izquierda debe legislar, desde luego. Pero, en los tiempos que corren, creo que comete un error quien da a entender que una ley, además de sancionar comportamientos concretos (machistas, racistas u homófobos), sirve además para condenar moralmente (como machista, racista u homófobo), no ya a quien la desobedece, sino a quien está en desacuerdo con ella. En ese caso, el político convierte la ley en un asunto personal de cuya demanda la gente no puede sustraerse ni cuando la cumple, con lo que ésta acaba inundando todos los aspectos de la vida cotidiana.

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