Opinión
Mascotas

Un grupo de perros, en una protectora animal. / Agustí Perales Iborra
Debe de haber tenido uno en casa, por pura casualidad, y, por tanto, sin mérito alguno, un hospital de perros dementes y gatos desnivelados, una residencia para el cuidado y la manutención de cánidos y felinos tontos; porque hace uno recuento y le sale un total de once perros —perro arriba, perro abajo— y tres gatos —cifra exacta en este caso, por acordarse uno mejor—, ninguno de los cuales hizo nunca monerías ni demostró habilidades mínimamente parecidas a las monerías que hacen y a las habilidades que demuestran los perros, los gatos, los leones, los tigres, las ardillas, los papagayos y hasta las iguanas que protagonizan los vídeos cortos que saturan internet.
Uno se puso el otro día —y es una confesión que debe hacer por haberlo criticado en otros— a mirar vídeos de animalitos, esos lances que graban gentes ociosas y que los arcanos, las altas esferas electrónicas, el algoritmo, en cuanto detectan que uno se ha fijado, le presentan en serie inacabable, y no le ha llamado la atención, como en otras ocasiones, la fabulosa cifra de majaderos que hay en el mundo, sino las maravillosas aptitudes, los rasgos de verdadera inteligencia, las reacciones asombrosas, casi humanas, que tienen las mascotas. Gatos que abren puertas colgándose del picaporte; caballos, ciervos y renos que se acercan espontáneamente a dar las gracias a quien los liberó del atolladero; perros cantores; leopardos que piden auxilio para sus cachorros al primero que pasa; mapaches disfrazados y en actitudes que uno sólo creía posibles en las personas. La lista es infinita. No son casos aislados o filmaciones extraordinarias. Es lo habitual; el nivel medio; lo normal en gatos, perros y todo tipo de alimañas. Y vuelve uno la vista, en el recuerdo, a los perros y gatos que ha tenido, que no mostraron jamás la menor chispa de ingenio, ningún comportamiento desusado, impropio de su animalidad, nada que pudiera considerarse humano ni siquiera humanoide. Perros y gatos normalísimos, anodinísimos, estricta y alarmantemente perrunos y gatunos. Y se siente uno agradecido, en principio, porque le ha caído en suerte o la casualidad le ha deparado una ininterrumpida sucesión de mascotas deficientes, una ristra de animales tarados para que los cuide. Y se siente uno elegido por el hado natural, en atención a no sabe qué cualidades, capacidades o sensibilidades, para dar una existencia digna y hasta feliz a esas pobres y excepcionalmente poco dotadas bestezuelas, que no han sabido hacer ni una cabriola, ni una gracia, ni un simple amago de algo que merezca ser filmado y difundido. Pero siente uno también cierto desasosiego, porque se da cuenta de que la mayoría de los animales, en los vídeos que atestan la nube y nos llueven a través del teléfono, son animales domésticos o domesticados, animales que conviven con el hombre y que han desarrollado, a su contacto, las mañas, las morisquetas y los primores con que sorprenden a los internautas. Esto hace que la cosa tome un sesgo tenebroso; que conciba uno la terrible sospecha de si no estará el mal en uno, y no en los perros y gatos que ha tenido; que se obsesione con la idea de que los animales reflejan en sus acciones las acciones de sus dueños; que tiemble al presentir que la inteligencia humana contagia y humaniza, por así decirlo, a la sabandija. Eso lo pone a uno en el disparadero como humano romo, como gañán obtuso, como zote integral a cuyo flanco la mascota, por inteligente que sea, no adquiere nada. Y empieza uno a escamarse, a inquietarse y a sudar frío. Y los va repasando uno a uno, tan sosos, tan irracionales, tan poco/nada filmables, tan en su sitio y papel de mascotas. Y siente uno la corrosión de una duda que, sin embargo, paulatinamente, por su propia dinámica interna, sin trampa ni cartón, se va torsionando hasta invertir —¡ay!— el sentido.
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