Opinión | En el barro

Dejemos de ventorrear

Mazón, como en la picaresca, ha sabido hacer los agujeros a la jarra de Lázaro, y ha sacado tajada de la extrema polarización. Donde hay un grupo que cuestiona con fiereza toda tu acción, hay otro dispuesto a asimilar que le están ofreciendo un relato contaminado y «que se jodan»

El Ventorro: el otro escenario de la jornada fatídica

F. Bustamante / M. Á. Montesinos

Hubo un país que se quedó en el Ventorro.

Van casi seis meses y ahí seguimos, delante de una puerta ya sin nombre. El portavoz socialista en las Corts, José Muñoz, dijo a Carlos Mazón esta semana en su cruce periódico de improperios en público: «Deje de ventorrear». Cinco meses y medio después, estamos tan cómodos en el Ventorro (todos, el uso de la primera persona del plural es deliberado) que hemos creado hasta un verbo. Ventorrear. Dícese de la no acción a pesar de las responsabilidades cuando surgen problemas severos. Propongo esta definición para el neologismo, que también podría resumirse en preferir la comodidad a la toma de decisiones en momentos complicados. Hacer un Bartleby político, vamos.

Y así, refugiado en este diccionario personal, proclamo: dejen de ventorrear. Mejor: dejemos de ventorrear, aunque las responsabilidades no son iguales. Hay quien se deja la piel para estar en un puesto de decisión, ya sea en el poder o en la oposición, y tiene mayor capacidad de acción en lo colectivo. Pero, en general, siento que se está imponiendo un modo social ‘ventorreo’: un cierto conformismo con un ‘statu quo’ donde unos y otros (políticos, comentaristas y ciudadanos) se aferran a su relato (el «que se jodan» de unos militantes del PP a Mazón esta semana me parece ilustrativo del momento) y nos quedamos con las gracietas, las especulaciones y selfis en el Ventorro y vamos asimilando que el silencio y el desconocimiento sobre todo lo que sucedió el día de las 228 muertes es una opción. Y por encima de todo eso vuelve a caer un manto de daño reputacional colectivo, que entronca con el modo de ser que nos retrató en el género picaresco (esa variante literaria exclusivamente española): al final reímos la pillería, y de ahí no pasa.

Y no. El mundo en 2025 no está para ventorrear, para acomodarse en disputas sin salida y frases ingeniosas sin ir más allá en soluciones. Mazón intenta ‘vender’ que ha pasado página, que está en la gestión de la reconstrucción, en la coordinación frente a la batalla de los aranceles y en los acuerdos «históricos» por l’Albufera, pero cada día le sale a su encuentro el 29 de octubre y, aunque él ya no quiera contestar a los micrófonos, su gobierno ha de dedicarse a responder y confrontar. Y así es porque se ha preferido la oscuridad y dejar de lado las responsabilidades para seguir adelante a pesar de la mancha colectiva, como sociedad, que esa reacción extiende. Es verdad que la posición inicial del Gobierno central, la falta primera de empuje y coordinación ante una desgracia suprema, ha ayudado a asentar el clima de confrontación paralizante, pero los errores y ausencias del día clave son de quienes son, sin vuelta de hoja.

Mazón, como en la picaresca, ha sabido hacer los agujeros a la jarra de Lázaro, y ha sacado tajada de la extrema polarización. Donde hay un grupo que cuestiona con fiereza toda tu acción, hay otro dispuesto a asimilar que le están ofreciendo un relato contaminado y «que se jodan». No hay que buscar discursos ya de amplio alcance y aceptación, sino apretar filas con los tuyos. Con esas cartas hoy se resiste: «Aguanta, presidente, que se jodan».

La dinámica no es solo local. El mundo Trump de guerra comercial, cultural, híbrida y no sé cuantas más no está para ventorrear, sino para protegerse con decisión y plantar cara con firmeza a partir de la fuerza de la unión, pero los dos grandes partidos en España siguen regateándose. Ni siquiera el ejemplo de Alemania provoca cambios. Acordar continúa viéndose como una cesión que dejará algún perdedor y eso es lo que más cuenta, no perder posiciones electorales, por encima del bien general.

Somos hijos de un pasado. En 1996, tras perder las elecciones generales después de casi catorce años en el poder, Felipe González se reunió con los tres principales mandos del PSOE en ese momento. Abogó ante ellos por abstenerse y favorecer que José María Aznar gobernara sin necesidad de buscar alianzas con el ‘pujolismo’ y el PNV. No pasó. Se apostó por el otro camino. Nadie sabe cómo hubiera sido la historia por la senda del entendimiento entre las dos grandes fuerzas. No es descartable que la radicalización hubiera acabado siendo mucho mayor. Pero somos hijos de una política que, traspasado el umbral de la Transición, ha asentado sus bases en el desencuentro entre los dos partidos que representan a la mayoría de la sociedad y ha generado una periferia de dos clases, los territorios que influyen en la toma de decisiones y los que no. Sobra decir que los valencianos hemos estado, y estamos, en el segundo grupo.

Y romper con la costumbre cuesta. Lo vemos cada día. Pero el mundo no está hoy para ventorrear y zonas de cónfort, aunque a algunos les pueda ir bien ya así, en el choque perpetuo. Porque me da en el olfato que cualquier consenso de gran nivel perjudicará a Mazón, que tendría menos argumentos y pasaría a ser elemento de negociación. Otro más. No es plato de gusto que las decisiones de aquí se acaben tomando a 350 kilómetros, pero tampoco es soportable el clima de degradación y su normalización. Llegados a este punto, prefiero tragarme algún sapo siempre que se deje de ventorrear.

Es hora de irnos del Ventorro.

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