Opinión | Algo personal

València

Tiempo de revuelta

Como las moscas de Esopo o Samaniego, mi vida laboral era abducida como una maldición por la amarga miel del finiquito

El grupo en 1976.

El grupo en 1976. / Levante-EMV

Miro las fotografías de entonces. No sé si eso es bueno. Alguien diría que no, que lo de antes te lleva demasiadas veces a ese pasado que se vuelve dulce porque de alguna manera has de dejar con dos palmos de narices los zarpazos de Godzilla. A estas alturas, de casi todo hace ya más de cuarenta años. Cuando las fotografías, no llegaríamos a los treinta. O a bastantes menos, en algunos casos. Los sitios también entran en el juego. Los hay que no me suenan de nada. Incluso algunos rostros me resultan desconocidos, como si en el grupo se hubieran colado sin que nadie se diera cuenta los fantasmas. Los vacíos que se abren en la memoria. Ese remolino de círculos concéntricos por el que dan vueltas y vueltas como en un tiovivo lo que fuimos, la edad de una inocencia que luego debimos poner en cuarentena, todo lo que vivimos, con más o menos destreza, no sé si a contracorriente y muchas veces también a contratodo.

Llegué a las Escuelas Profesionales San José, en València, después del que sería el primer despido de mi vida en la Universidad Laboral de Cheste. Luego vendrían más. Como las moscas de Esopo o Samaniego, mi vida laboral era abducida como una maldición por la amarga miel del finiquito. Alguna vez lo dije. Si los despidos cotizaran para un buen currículo, seguro que el mío, ahora mismo y a pesar de los aranceles de Trump, habría llegado a cotizar en Bolsa. La verdad es que, ahora que me acuerdo, si no hubiera sido por aquel primer quebranto en la Laboral igual no estaría escribiendo esta columna. Mientras Goyo Sevilla y yo recogíamos las cosas para dejar el curro, leí un anuncio en el periódico: un concurso de relatos.

El dinero del premio era una pasta para la época. Le dije a Goyo que iba a escribir uno. Me miró como a un extraterrestre. ¿Y eso?, me dijo. Y lo escribí: El atracador. Un grupo revolucionario que atracaba bancos para armar la de Dios es Cristo y generar fondos para la supervivencia. Un relato rarísimo que ni yo mismo llegaba a entender del todo: los personajes eran García Lorca, Rimbaud, Miguel Hernández, alguien que a su madre la llamaba Ma: un lío de campeonato. A los pocos días, leí en la prensa que mi relato había sido finalista y no ganaba de pura chamba. Se me esfumó la pasta gansa, pero entendí que escribir no era tan difícil. Cuando me di cuenta de que escribir era tan fácil o difícil como la propia vida, ya llevaba publicados una veintena de libros y tres o cuatro mil artículos como el de este domingo. Un día de hace años se fue Goyo a buscarse la vida en esos sitios extraños de donde nunca se vuelve y nos quedamos más solos que la una. Son esos días en que, como dice la escritora francesa Tiphaine Le Gall, «lo único que nos queda son los recuerdos».

El grupo en 2025.

El grupo en 2025. / Levante-EMV

En las Escuelas y en otros territorios lo mismo de cautivos andaban los jesuitas a ver qué pasaba cuando la espichara Franco. Y sería allí, en aquellos tiempos de ilusionada incertidumbre, donde conocería a la gente que ahora estoy viendo en las fotografías. Muchos de los del grupo nos fuimos a mediados de los años ochenta. Quedaban atrás sueños rabiosamente compartidos, una lucha común para que la vida no se convirtiera en una estafa. Aquel tiempo de revuelta, tan complejo pero nada parecido a las versiones encantadas de conocerse, que fue la Transición política a la democracia. Otros se quedaron. Pero nunca íbamos a olvidar, estuviéramos donde estuviéramos, nuestra entusiasta condición de viejos camaradas.

Hace unos días nos juntamos en una de esas comidas que son un peligro, ya no sólo para la salud, sino para la memoria. Y no, para nada nos explayamos en ese pasado que tanto habíamos vivido juntos. Salieron los nombres de quienes ya se fueron. Y como no podía ser de otra manera, nos hizo bien poner encima de la mesa algunas de las pequeñas victorias que conseguimos aquellos años en que tantas cosas estaban por hacer. Y al lado de esas pequeñas victorias poníamos las que estaban por llegar. Y que llegarán. Lo demás es la insana nostalgia de un pasado que azucaramos para escapar inútilmente de los zarpazos de Godzilla.  

Escribo esta columna recién llegado a Périgueux, la ciudad a cuyo Festival de Cine Español no falto desde hace catorce o quince años. La gente apasionada del colectivo Estupendo que, siempre con el empuje incansable de mi querido José Santos, llena el departamento de Dordoña de cultura en primavera. Y el alumnado de la profesora Valérie Lagrange, que a lo largo de todo el curso lee y trabaja mis artículos de prensa. Y cómo no, la librería Les Ruelles, donde Marie-Pierre Mazeaud oficia de reina de la casa y anfitriona. También aquí algunos nombres son ya parte del recuerdo. Demasiadas veces el tiempo es una maldita emboscada.  

En el hotel miro las fotografías de entonces. Para nada hay en mi mirada un punto de nostalgia. Todo es presente, escribía William Faulkner. En esas imágenes tan antiguas está no lo que fuimos en aquellos años sino lo que ahora somos. Lejos de casa escribo esta columna. Y pienso en la revuelta, en aquel tiempo compartido de sueños indomables. Y los tengo aquí mismo, delante de una ventana que da a un patio tranquilo. Todo es hoy, ahora mismo. La revuelta…

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