Opinión
La violencia no siempre deja moratones
El “caso Alves” sirve para poner en evidencia las complejidades y desafíos a los que nos enfrentamos como sociedad en la lucha contra la violencia de género

Dani Alves comparece ante la Audiencia de Barcelona para recuperar sus pasaportes / David Zorrakino
Uno de los retos más relevantes del sistema penal en la actualidad es hacer frente a su capacidad limitada e insuficiente para ofrecer una repuesta efectiva a los delitos de violencia de género cuando no existen testigos directos ni lesiones físicas objetivables de los hechos acaecidos. Por desgracia, esta categoría de casos representa una proporción significativa de las agresiones sexuales denunciadas cuya tramitación en sede judicial da lugar a una evidente tensión entre la garantía de la presunción de inocencia del acusado y el derecho de la victima a una tutela judicial efectiva.
A nadie se le escapa que los delitos sexuales suelen producirse en entornos de intimidad, sin testigos o con escasas o ambiguas pruebas materiales. En tales circunstancias, el testimonio de la víctima se erige en muchas ocasiones en la prueba principal –cuando no en la única– de cargo. Precisamente por ello, la jurisprudencia de Tribunal Supremo ha admitido la suficiencia del testimonio de la víctima siempre que cumpla determinados criterios de credibilidad subjetiva, persistencia en la incriminación y ausencia de motivos espurios.
La violencia no deja siempre moratones. Hay agresiones que no se miden en hematomas, sino en silencios, bloqueos, miedo paralizante. Muchas veces las víctimas no huyen, ni gritan, ni denuncian de forma inmediata, y eso no las debiera hacer menos creíbles dado que las reacciones humanas frente al miedo son múltiples y complejas.
La reciente absolución de Dani Alves por el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, tras haber anulado la condena dictada por la Audiencia Provincial de Barcelona por un delito de agresión sexual, ha reabierto este debate en la opinión pública y en los ámbitos jurídicos. La sentencia absolutoria, centrada en la existencia de dudas razonables sobre la falta o no de consentimiento, refleja los límites de un sistema probatorio que demanda una forma de evidencia que muchas veces no puede existir sin violencia física explicita o testigos oculares, y es aquí cuando la exigencia de una “violencia visible” para confirmar la comisión del delito, puede reproducir como era harto frecuente en el pasado ciertos patrones de incredulidad institucional hacia las denuncias de las mujeres.
La justicia penal está fundada sobre el principio de presunción de inocencia, y con razón. Nadie deber ser condenado sin pruebas. Pero proteger este principio no puede significar ignorar el contexto estructural de desigualdad y violencia al que se enfrentan las mujeres. Y en este escenario, la aplicación de la perspectiva de género en la interpretación y valoración de la prueba, no debiera constituir una amenaza al principio de presunción de inocencia, sino una exigencia democrática. Una perspectiva que no significa invertir la carga de la prueba ni desde luego prescindir de las garantías procesales básicas de cualquier proceso, sino que debe ser una herramienta hermenéutica que permita a los operadores jurídicos interpretar las pruebas con un enfoque ajustado a la realidad social y psicológica en la que se desarrollan este tipo de delitos.
A ello además nos obliga el Convenio del Consejo de Europa sobre la prevención y lucha contra la violencia contra la mujer y la violencia doméstica –conocido como Convenio de Estambul–, ratificado por España en el año 2014, que establece con claridad que la violencia sexual debe entenderse como cualquier acto sexual no consentido, independientemente de si se ejerció violencia física. El Convenio, por esta razón, insta a los Estados a tomar medidas legislativas que deben garantizar que la falta de consentimiento no se evalúe solo a partir de la resistencia física, porque este tipo de violencia también se ejerce mediante coacciones, manipulaciones, presiones o aprovechamiento de situaciones de vulnerabilidad.
El “caso Alves” sirve para poner en evidencia las complejidades y desafíos a los que nos enfrentamos como sociedad en la lucha contra la violencia de género. Ha resaltado la necesidad de mecanismos que aseguren la protección de las victimas al tiempo que preserven las garantías procesales, un equilibrio crucial para fortalecer la confianza en el sistema judicial, avanzando a su vez hacia una sociedad más justa e igualitaria. Este equilibrio es delicado y requiere una reflexión profunda sobre cómo el sistema judicial puede evolucionar para abordar eficazmente la violencia de género sin comprometer las garantías fundamentales que a todas y a todos nos amparan.
Ante este panorama se impone la necesidad de reflexionar e introducir reformas que ayuden a mejorar el sistema de impartición de justicia en aspectos como la formación con enfoque de género de todos los operadores jurídicos–tal y como exige el Convenio de Estambul–, el fortalecimiento de las unidades forenses especializadas, el desarrollo de criterios claros y unificados en la valoración del testimonio de la víctima, la apreciación del daño psicológico como prueba de la agresión y la promoción de la reparación económica sin que esta decisión pueda interpretarse como atenuante para el agresor.
El reto no es sustituir el estándar de prueba más allá de toda duda razonable, sino interpretar dicho estándar a la luz de las particularidades de la violencia de género, tal y como exigen los tratados internacionales que España ha ratificado. Solo de este modo se podrá garantizar una justicia que no deje en la sombra del escrutinio ni de la sanción pública estos delitos que hieren en lo más profundo el derecho de las mujeres a una vida libre de violencia.
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