Opinión
Diez años de soledad
Los productores de cine de verdad no trabajan solo con números. Trabajan con obsesiones. Con intuiciones que se clavan y no se van

El escritor Rafael Chirbes en 2005. / Agencias
El 30 de abril se estrena La buena letra, una cuidadosa adaptación de la novela de Rafael Chirbes. La firma la sevillana Celia Rico. La protagoniza (en todos los sentidos) Loreto Mauleón, acompañada por un elenco en estado de gracia en el que sobresale Roger Casamajor. La película se presentó en el festival de Málaga, donde Rico fue premiada.
No es un traslado mecánico. Como toda buena adaptación que se precie, es una relectura. Rico mantiene el cronotopo —un pueblo valenciano del interior durante la posguerra—, pero modifica la diégesis: ha alterado hechos y el argumento no es exactamente (ni falta que hace) la novela. Ha conservado intacta la esencia de la obra, que es lo que importa. Ha entendido que el alma de Chirbes no está en lo que se dice, sino en lo que se deja sentir. En ese silencio denso de historia y dolor que atraviesa cada página … y ahora cada plano.
Uno de los grandes aciertos del filme es su fidelidad estética a esa verdad. No hay artificios ni música impostada. No hay ornamentos. La música, cuando aparece, es intradiegética: suena en un transistor, en una radio antigua, en un entorno que huele a lo que fue. Nada de orquestas azucarando la tragedia.
Y está, por encima de todo, la interpretación asombrosa de Loreto Mauleón. No actúa: encarna. Su personaje habita en ella. Sus silencios dicen más que muchos parlamentos. Su dolor no se explica: se siente. Es una de esas actuaciones que se anclan en la memoria del espectador después de que caigan los créditos.
La buena letra es una de esas películas que merece ser un éxito. Curiosamente, quizá éste sea uno de los pocos artículos que se publiquen centrados en Fernando Bovaira, su productor, si no el único. Y, en cierta medida, es injusto. Y, en cierta medida, este artículo pretende enmendarlo.
—A veces —me confesó Bovaira la primera vez que nos conocimos— ni siquiera sé cómo explicarles a mis hijos en qué consiste exactamente mi trabajo.
Bovaira es un ilustre desconocido para la ciudadanía, pese a ser uno de los profesionales más reputados de la industria española. Los periodistas le buscan, le escuchan. Ha sido homenajeado por festivales. Ganó el óscar a mejor película extranjera con Mar adentro de la que fue productor; estuvo nominado a un Bafta británico por Biutiful. Su currículum impresiona. Pero le conocen cuatro.
No es una persona hostil a los medios. No es un ermitaño. Simple y llanamente, no es popular. Y no por su carácter. Es afable. Solícito. No tiene reparos en colaborar en actos públicos.
Fue precisamente, hace diez años en Picanya, durante una mesa redonda dedicada a Rafael Chirbes, que hizo una de esas cosas que le describen a la perfección. Aquel día, en un momento dado, que diría Cruyff, Fernando Bovaira dejó caer una frase como al desgaire:
—Me estoy planteando comprar los derechos de La buena letra.
Éramos cuatro en la mesa: mi amiga, la escritora Carmen Amoraga, que había organizado el encuentro; la periodista valenciana y gran amiga de Chirbes, Maria Josep Poquet; Bovaira; y quien escribe estas líneas. Amigos, conocidos, hablábamos de Crematorio, la serie que Bovaira produjo a partir de la novela homónima de Chirbes.

Pepe Sancho protagonizó la adaptación de la novela de Rafael Chirbes, 'Crematorio' / Levante-EMV
Amigos y conocidos, sí. Había buen ambiente. Quizá por eso Bovaira se confió y habló en voz alta. Es lo que suele pasar en estas mesas. Cuanto mejor ambiente, más jugo. Seguimos conversando. A partir de ese momento de La buena letra, claro. No nos sorprendió que Bovaira pensara en ella. Dentro del universo de Chirbes, ese breve y contenido relato encierra un filo que corta hondo. Es esencial para entender su narrativa. Quizá no recibió los premios ni el reconocimiento de En la orilla o La larga marcha, pero su austeridad lo convierte en una de las puertas más sinceras al mundo de Chirbes.
Chirbes. Bovaira. Película. Con el tiempo comprendí que aquella frase no era una idea al vuelo; era una promesa. Porque los productores de verdad no trabajan solo con números y cronogramas. Trabajan con obsesiones. Con intuiciones que se clavan y no se van. Ahora, una década después de aquella conversación, el sueño se ha hecho realidad. Y queda claro que Bovaira, además de amable y educado, es obsesivo.
Elipsis. Han pasado diez años. Ya tenemos la película. Se hablará de Chirbes, porque es justo. Se hablará del guion y de la dirección de Celia Rico, porque lo merecen. Escucharemos elogios entusiastas hacia Loreto Mauleón, y con razón. Pero probablemente no se hablará de Fernando Bovaira, del obseso que dijo hace una década que quería adaptarla al cine.
—A veces ni siquiera sé cómo explicarles a mis hijos en qué consiste exactamente mi trabajo.
Y no es de extrañar. ¿Cómo explicar que uno puede pasar diez años persiguiendo una historia que solo existe en tu cabeza? ¿Cómo justificar esa fe irracional en algo que aún no se puede tocar? Diez años para hacer una película. Diez años de soledad. ¿Quién espera tanto? Y, al final, para que brillen otros. Oficio de locos. Benditos sean.
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