Opinión | Ágora

València

La omnipotencia no existe

«Trump comienza a darse cuenta de que el mundo  resiste a su tono amenazante»

«Trump comienza a darse cuenta de que el mundo resiste a su tono amenazante» / Levante-EMV

El ‘pluriversum’ es la estructura del mundo. No el universum. Esto no significa sólo que los poderes están irreversiblemente divididos. Significa que las posibles organizaciones de esos elementos plurales son de tal naturaleza que no dan siempre el mismo ganador. Este es el hecho que se verifica en el presente. Para entenderlo se debe tener un poco de memoria. Toda la arquitectura de la política internacional norteamericana ha sido diseñada por Henry Kissinger. A su lado, los demás, Fukuyama o Brzesinski, no son sino subrayados que perturban la lectura del texto original. 

Kissinger era un experto en historia de la diplomacia. Su mentalidad era profundamente alemana y estaba condicionada por sus estudios sobre el congreso de Viena, sobre Metternich y Bismarck. En realidad, Kissinger aspiraba a dotar a Estados Unidos de la misma condición que aspiró a gozar Bismarck en el sistema de Estados europeos. El ideal era que el Reich solo pudiera hacer frente a cualquier coalición que se levantara contra él. Dado que esa coalición no podía ser universal, bastaba con disponer de un aliado para que la correlación de fuerzas se inclinara a favor del Reich. 

Esta forma de pensar mostró sus profundos peligros en la Primera y en la Segunda Guerra Mundial. Su consecuencia fue que, cuando se quiso llevar a efecto ese poder invadiendo Bélgica, forzó a una ampliación del sistema de Estados europeo con la entrada de actores que hicieron inviable esta superioridad. El fallo reside en el supuesto westfaliano de que hay un sistema. Nunca lo hubo ni lo habrá. España lo supo cuando en su guerra con Francia forzó la entrada de Turquía. Alemania lo comprendió cuando entró en la ecuación Estados Unidos. Hoy es imposible hablar de un sistema mundial. 

Y eso significa que la hipótesis Bismarck-Kissinger es inviable. Pretender que un país será superior a cualquier formación de alianzas que se forme contra él es un sueño. Hacer grande de nuevo a América no puede significar perseguir ese sueño. En realidad, la fundación de la OTAN fue un ejercicio realista, porque partía del conocimiento del extraordinario potencial de Asia frente a Occidente y por tanto asumía que la hegemonía de Estados Unidos suponía la formación de una alianza que fuera superior a cualquier alianza alternativa. La posición de Trump parece volver al sueño de Bismarck. Que Estados Unidos solo -con la ayuda de Israel- sea superior a cualquier alianza que se forme a su contra. 

Estados Unidos inició la globalización comercial seguro de que su alianza desde Canadá a Australia era suficiente como para garantizar que esa operación de mundialización no implicaba inseguridades. Y en realidad no las implicaría si Estados Unidos llevara una política razonable y equilibrada. Pero en lugar de fortalecer la condición de aquella operación mundial, que su alianza sea más fuerte que la de cualquier otra, y en medio de una sensación de inseguridad, se dedica a disolver esa alianza y sembrar la confusión entre sus aliados. Es difícil ver una política más suicida. La desesperación propia, y las maneras violentas del líder, no da ventajas en ninguna recomposición de un pluriversum.

Trump comienza a darse cuenta de que el mundo resiste a su tono amenazante. Percibe que el mundo es un pluriversum donde la omnipotencia no existe y que son posibles muchas alianzas en su contra en muy diversos campos que pueden cuestionar su posición en el mundo. Y comienza a darse cuenta de que su intento de ejercer una dominación en solitario puede implicar una merma de confianza interna y externa de tal índole que desmorone ventajas propias -la Universidad- y cuestione cualquier alianza en la que Estados Unidos participe, generando una sensación de apertura en la que todo tipo de alianzas sean posibles. En esas situaciones de apertura de un pluriversum todo se torna inseguro. Entonces puede pasar cualquier cosa. 

Incluso el supuesto más vil, que en estas situaciones se pueda identificar la víctima propiciatoria, al enemigo menor, aquel sobre el que podemos ejercer sin consecuencias nuestro poder, aquel por el que nadie moverá un dedo, ni siquiera es seguro. Lo que hace Israel en Gaza es de esa condición, pero el coste reputacional, la soledad y la pérdida de confianza será proporcional a la dimensión genocida que impulse el gobierno de Netanyahu. Que tras año y medio y decenas de miles de muertos nada se haya movido realmente, muestra lo lejos que estamos de cualquier omnipotencia.

Y la pregunta que debemos hacernos es cuál será el siguiente paso en la decepción y frustración que el mundo impondrá a Trump y a sus seguidores. Ese vértigo que vive en la indecisión entre la ofensiva o el repliegue hay que temerlo. Es el que todos temen, el que exige no bajar la guardia, ninguna guardia. Pues lo más frecuente es que, en estas situaciones, las relaciones internacionales se encaminen a una política de debilitación de todos los actores, utilizando todos los medios para evitar cualquier toma de posición firme en el tablero. 

Hemos entrado en esta dinámica de riesgo. Pero las desestabilizaciones pueden ser de tal índole que no puedan ser manejadas. Atención entonces al corazón de Asia. Ha bastado con que India amenace con cortar el curso de los ríos comunes con Pakistán para que la tensión en el verdadero polvorín del mundo eleve la temperatura. Y sin unos Estados Unidos fiables, con un gobernante que da palos de ciego, cómo se manejará ese conflicto constituye una incógnita mayor, de consecuencias incalculables para el pluriversum del futuro. 

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