Opinión | Ágora
Libros públicos, escritores privados
En las colas que se forman en las ferias del libro, frente a las casetas de los autores famosos, suelen escucharse comentarios del estilo de «lo veo muy envejecido» o «es más bajita de lo que imaginaba» o «menudo maleducado». Son frases habituales pronunciadas por esa multitud de lectores que acude en busca de una dedicatoria, pero que en el fondo está deseando ver de cerca, tocar incluso, a sus escritores favoritos. Se trata de esa mitomanía que suele rodear a las gentes que ejercen el oficio de la literatura y que, a los ojos de muchos de sus seguidores, aparecen con un aura de misterio, casi de divinidad. Aunque los efectos digitales se han dejado notar en el mundo de las letras con sus secuelas de banalidad y espectáculo, los escritores de éxito suelen seguir colocados en un olimpo. Por todo ello, muchos aficionados caen en la frustración tras comprobar que, en general, las vidas privadas de sus amados autores no están a la altura de las expectativas de sus admiradores. O bien porque no coinciden con las ideas de los lectores o bien porque algunos episodios de sus biografías resultan poco edificantes o incluso porque no aprueban sus gustos o sus manías. Dice el tópico que las obras maestras suelen superar a sus terrenales autores y que es conveniente no hurgar demasiado en intimidades para no llevarse un chasco. Así pues, no hace falta ser buena persona ni generoso ni tan siquiera amable para pasar a la historia de la literatura. De hecho, el altar de los grandes escritores está tan salpicado de canallas y malvados como cualquier otra profesión.
Viene esta reflexión a cuenta del recientemente fallecido Mario Vargas Llosa, un indiscutible coloso de la literatura en español que muy merecidamente gozó a largo de su dilatada carrera del favor del público, de la crítica y de los premios, comenzando por el Nobel o el Cervantes. Sin embargo, no pocos aficionados a la literatura no se han acercado al autor de La ciudad y los perros, Conversación en la Catedral o Tiempos recios por unos erróneos prejuicios ideológicos. No cabe duda de que el escritor hispano-peruano cabalgó desde orígenes marxistas a posiciones conservadoras, a veces rayanas con la extrema derecha. O que tuvo una azarosa y polémica vida amorosa y una relación de amor-odio con su Perú natal. O que vivió duros enfrentamientos con otro genial novelista, un intocable tótem de la izquierda como Gabriel García Márquez. Pero en definitiva de todas esas contradicciones, de esa rica complejidad de vida surgieron las tramas y los personajes de sus novelas, los argumentos de sus ensayos y la agudeza de sus artículos periodísticos. El Vargas Llosa que apoyó a líderes autoritarios fue al mismo tiempo el novelista que retrató sin piedad a dictadores como el dominicano Leónidas Trujillo en su extraordinaria La fiesta del Chivo. En cualquier caso, ser un magnífico escritor no representa un sinónimo de nada ni responde a esquemas de derecha o izquierda, de nacionalistas o centralistas. Por ello conviene no mitificar a nuestros literatos preferidos y saborear sin más el placer de leer su obra pública, sus libros. Los de Mario Vargas Llosa, por ejemplo.
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