Opinión
La novela de Mazón
No conozco las aficiones de Mazón más allá de algún chascarrillo de inseguro crédito. Por ello es posible que le guste la buena literatura. A nadie se le debe privar del derecho a la presunción de buen gusto literario, y menos estando aforado. Así que no es demasiado extemporáneo afirmar que su novela favorita, la haya leído o no, dadas las circunstancias, es “En busca del tiempo perdido”, del bueno de Proust. Y es tal su ímpetu –el de Mazón- que a todos nos impulsa a conjeturar, a buscar coralmente el tiempo perdido. De hecho eso mismo es buen tema para una novela: alguien pone toda su fuerza, todos sus encantos, todos sus escarnios, todos sus asesores, en tratar de modificar unas horas del pasado, llenándolas o vaciándolas, según convenga al argumento. Pero no existe mecanismo alguno para que eso sea posible. Ni la ciencia ni el arte dan para tanto. Borges quizá hubiera inventado algún expediente al respecto, pero no veo en Mazón virtudes. En esto no hay ánimo negativo ni deseo de deteriorar su buena imagen, sino cierta propensión al escepticismo que no consigo evitarme. Quizá Feijóo, que por momentos se torna prodigioso, pudiera echarle una mano. Pero si Feijóo le echa una mano a Mazón lo mismo es peor para él. O sea, que sólo le queda el remedio de decir que esas horas perdidas también fueron perdidas por Sánchez, resumen de toda maldad sin atisbo alguno de probidad.
Se ha dicho que para leer la obra de Proust hace falta una gripe porque su extensión hace desaconsejable que se trate de compatibilizar con agendas y trabajos ordinarios. Esto no debe amilanar a Mazón, que, concedámoslo, ha aprendido a hacer del tiempo algo elástico. Esto no lo ha comprendido buena parte del pueblo valenciano. Vox sí, porque a Vox el tiempo le da lo mismo; por eso Mazón y Vox vienen siendo, a defectos prácticos, una misma cosa: una especie de magdalena pasada de fecha, dispuesta a evocar nostalgias y fantasías animadas. Aunque para algunos las magdalenas literarias siempre tendrán sabor de barro. La condición de la elasticidad del tiempo no radica en recurso cuántico alguno, que no están los tiempos para venir a marear el relato con ciencias naturales, cuando ya sabemos que Mazón opina que el cambio climático es invención, espantajo de rojos catalanistas para ahuyentar turistas en los puentes de otoño. La elasticidad espacio/temporal es cosa de la voluntad. Como hubiera dicho el inolvidable Juan Diego, en su papel de comisario en “Los hombres de Paco”, el tiempo y lo que hice en el tiempo es lo que yo digo “por mis santos cojones”. Lo que podría ser un buen lema para la próxima campaña electoral del PP, con Feijóo riéndole la gracia. Aunque debo aclarar que lo de los hombres de Paco no va por Camps, otro que ha salido de una espiral temporal digna de atención. La cosa se anima, francamente. La memoria histórica de la derecha, que también tiene, era esto: buscar tiempos perdidos.
Ahora bien, dadas las circunstancias, convendría a la Presidencia de nuestra Generalitat administrarse unas lecciones de rigor estilístico, de clásica preceptiva. Al fin y al cabo, un día se van a ver muy sucios con el barro del relato y conviene que sepan que una cosa es la mentira, otra cosa la verdad común y otra su verdad privativa, que para eso mandan lo que les deja Vox, que, pobres, también andan ayunos de verdades y priores del Valle de los Caídos. No soy un especialista, pero yo diría que, en una lección que rescato de mi particular tiempo perdido, la novela se definía como historia de una cierta extensión, ficticia pero “verosímil”. No le pregunto a ningún cacharro de IA porque seguro que la definición ha sido pulida y entonces me pierdo y me angustia porque mi bachiller no sirvió de nada. Desde luego hay relatos ficticios a punta pala. De hecho creo que debe haber un escritor de novelas por cada dos habitantes, dedicados a imitar a famosos, a superar crisis amorosas, a iluminar el mundo con sus consejos y a salvar las almas con sus experiencias. Sus obras suelen ser tan planas que son superadas inmediatamente por la realidad. Pero sigue valiéndonos la condición de ficticia. Por ejemplo: de todo lo que ha contado Mazón de aquella famosa tarde, podemos opinar que ha hecho un monumento ficticio a sí mismo. La cuestión está, pues, en la verosimilitud. Lo contado es ficticio pero no es verosímil. Así tiene francamente chungo recuperar su tiempo perdido.
Todo esto no lo digo molestar, que bastante tiene Mazón si, como parece, no va a poder acudir a la Santa Faz a rogar por sí mismo y por la Cámara de Comercio de Alicante y por Vox, tres personas distintas y un solo Dios verdadero. Pero el destino le empuja a lanzarse a molinos de arancelaria afrenta en EE.UU., que a ver qué dice y cómo le sienta a Trump, amigo de sus amigos. Esta historia, intercalada en sus muchas cuitas, parece una de esas narraciones que Cervantes se empeñaba en entreverar en el Quijote, para admiración de filólogos y desesperación de lectores comunes. Volvemos a lo mismo: no es ficticio este posible viaje, pero es inverosímil que sus efectos en la política yanqui justifique el dislate. Y así tantas otras cosas.
Imaginemos ahora que un escritor de verdad decidiera novelar la tragedia y sus circunstancias. Con los datos oficiales no podría elaborar una narrativa verosímil. Las horas, las intenciones, los gestos, las grabaciones, las grabaciones perdidas, las agendas, los minutos. Todas esas cosas con las que se hace la realidad y deja su rastro, no cuadran. Y por más martillazos que se le den en las Comisiones Parlamentarias adictas y por más socorro que preste Merlín Feijóo y la caterva Vox, no cuadran. Son radicalmente irreales. Todo esto no es una boutade, no es un divertimento. Eso es el fondo de la tragedia. Ni siquiera puede nadie arriesgarse a convertirlo en farsa. ¿Cómo con tanta muerte? Pero es que, en esta historia, hasta la muerte es una involuntaria imprecisión, una absurda circunstancia que no debía estar allí donde estuvo. No tenía derecho a nublar la gloria creciente del héroe político que, además, busca el tiempo perdido, lo retuerce, lo pone a disposición del mañana. Pero ese episodio se perdió. Más pérdidas. Esa es la clave: Mazón ha construido, construye, el mejor ejemplo de cómo se transforma la duda racional en una sospecha universal, contaminante, perversa, iletrada, venenosa, que no quiere ni saber lo que se hizo ni lo que se omitió.
Sería bueno que Mazón dimitiera y depurara su estilo sin causar mayores desgracias que suspiros en Feijóo y lágrimas en Vox y fiesta de bienvenida en la Cámara de Comercio. Podría dedicarse a la literatura. Si para la novela no parece muy dotado, siempre le queda la poesía. Romances antiguos, materia de héroes. O, mejor, églogas. Pastoriles, bucólicas.
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