Opinión

El Gran Apagón

¿Qué ha ocurrido en los garajes durante el apagón eléctrico?

¿Qué ha ocurrido en los garajes durante el apagón eléctrico?

Una de las primeras y más vívidas sensaciones que ha dejado el apagón generalizado del pasado lunes es, sin duda, la de la vulnerabilidad. Con la electricidad pasa como con la respiración, que la damos por supuesta hasta que llega algo, como una enfermedad, que la pone en entredicho y nos revela de repente su vital importancia. La respiración y la electricidad son, de hecho, condiciones de posibilidad de nuestras vidas, tanto privadas como públicas. Y ambas son invisibles a nuestros ojos.

Sin embargo, hay otra forma de entender lo sucedido, dándole por completo la vuelta: los seres humanos siempre hemos sido vulnerables. Pero supimos convertir esa debilidad intrínseca en fortaleza, desarrollando un entorno cultural que nos sirve para protegernos y reproducirnos como sociedad. No en vano, Aristóteles llamaba a la cultura, en el sentido más antropológico del término, nuestra «segunda naturaleza». También ahora, cuando nuestras modernas sociedades altamente tecnificadas nos han rodeado de un confort y unas facilidades que creíamos inexpugables, seguimos siendo vulnerables, aunque incomparablemente menos, por supuesto. Es decir que lo realmente extraordinario no sería tanto lo excepcional —el fundido a negro del lunes— como lo que considerábamos hasta ahora absolutamente normal: que la electricidad fluya por las arterias del mundo moderno hasta llegar puntualmente al último enchufe de nuestras casas siempre que la necesitemos.

Hicieron falta grandes dosis de conocimiento colectivo no solo para conocer la naturaleza de la electricidad y describir sus leyes, sino para producirla, conservarla y canalizarla a través de una compleja maraña de cables que constituyen el verdadero sistema sanguíneo de nuestro mundo. Ponerlo en pie fue una empresa ciclópea, solo posible por la concomitancia excepcional de dos factores estrictamente modernos: el conocimiento científico y una organización social y política avanzada y compleja.

Curiosamente, ambos factores están ahora en entredicho. Vivimos un momento paradójico: pedimos explicaciones, queremos conocer las causas de lo que ha sucedido y exigimos conocerlas de inmediato, para luego desconfiar de esas razones y, sobre todo, de quien las dice. En los años setenta, Michel Foucault afirmaba que el «lugar de la enunciación» —la tribuna de un parlamento, la cátedra de una universidad o la columna de un periódico— era tanto o más importante que lo que en realidad se enunciaba, porque conferían legitimidad. Hoy todos esos lugares de enunciación están en entredicho. Aquella «era de la información» que describió Manuel Castells en el parteaguas del milenio parece ahora muy alejada en el tiempo. La actual no solo es la sociedad de la desinformación, sino sobre todo de la desconfianza.

«Por idéntico argumento por el que el siglo XVIII merecía el calificativo de Siglo de las Luces, el XXI parece estar ganándose a pulso el de El Gran Apagón», dictaminaba Manuel Cruz hace dos años en un libro de título homónimo y de subtítulo aún más revelador: «el eclipe de la razón en el mundo actual». Para el autor, el verdadero acontecimiento que cambió el rumbo de las cosas no fue el atentado del 11S de 2001, sino la crisis económica de 2008. Pero olvida que entre medias sucedió también algo que puede aspirar legitimante a ser causa eficiente del actual estado de descreímiento: en 2004 apareció la primera red social, Facebook.

El uso masivo de las redes sociales ha cambiado sustantivamente el panorama comunicativo que había sostenido las democracias liberales desde la Segunda Guerra Mundial: la verticalidad comunicativa (el emisor que dirige su mensaje al receptor) se difuminó y con ella también perecieron las intermediaciones tradicionales. Según Daniel Innerarity, que por las mismas fechas que Manuel Cruz nos habló de «la sociedad del desconocimiento», esa desjerarquización y desintermediación comunicativa han propiciado «una desregulación del mercado cognitivo que favorece la credulidad porque no plantea ningún límite a los mecanismos más intuitivos de nuestro espíritu: estereotipos, sesgos, agitación adictiva, atención dispersa, automatismos mentales…». Por eso, concluía Innerarity, «las redes sociales democratizan en la misma medida que desorientan».

Como era de esperar, porque ya estamos acostumbrados, después de lo sucedido el lunes las redes sociales se han poblado de acusaciones sin fundamento, teorías de la conspiración, informaciones falsas y, en el mejor de los casos, medias verdades. Decía Jorge Wagensberg que la ciencia ha tenido éxito precisamente porque «reduce» la incertidumbre. La reduce, pero no la hace desaparecer, porque es imposible. Y por eso mismo tienen tanto predicamento aquellos que expiden, desde el espacio digital, recias verdades sin asomo de duda que airean información crucial que, por definición, siempre se nos oculta.

Todas estas disquisiciones no quitan importancia a lo sucedido ni resta un ápice del drama de las muertes sobrevenidas por aquel grado cero eléctrico, por supuesto. Pero quizá deberíamos preocuparnos más por el Gran Apagón que denuncia Manuel Cruz que por el que advino el pasado 28 de abril. Para evitar que se repita este último se realizarán los diagnósticos pertinentes y se arbitrarán las medidas necesarias, aunque el problema nunca desaparecerá por completo del horizonte de posibilidad y siempre perdurará en el ambiente un halo de sospecha e incredulidad. Para volver a enchufar nuestras sociedades a la corriente de la luz de la razón, en cambio, no se conocen remedios ni recetas fáciles.

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