Opinión
Tomás March
Fue galerista, editor, coleccionista de pintura, traductor ocasional, director de revistas y colecciones literarias, aprendiz de paracaidista, adicto a la Semana Santa sevillana y de él aprendí el verdadero significado del arte: una excusa cultural para celebrar el hecho de estar vivos

Tomás March / Levante-EMV
En los últimos tiempos he adquirido una certeza mayor sobre una vieja obviedad: la vida conspira contra sí misma a través de los vivos, a través de cada uno de nosotros. Nos va despojando de todo lo que nos constituye -los seres queridos, los amigos, la memoria, la fuerza, el apetito de novedades-, hasta que decide prescindir de nosotros. Siempre hemos estado en cola: lo que ocurre es que cada vez avanzamos más en ella.
Cuando digo que tengo una certeza mayor sobre esa conocida lección de la temporalidad, me refiero a que la comprendo «con los huesos», como comprenden las multitudes alucinadas que vagabundean, a la llegada de la aurora hostil, en el Nueva York de Federico García Lorca. Si no comprendemos, también, con los huesos, sólo comprendemos de manera superficial.
Llevo unos años de demasiadas pérdidas. La más reciente es la muerte de Tomás March. Me dio la noticia el pintor Manolo Sáez, y después del desconcierto he mirado una foto espléndida que tengo en el despacho. Nos la hicieron en el estudio del también pintor Toni Doménech, en la calle Pie de la Cruz. Salimos en ella Tomás March, Toni, Manolo Sáez y yo, junto a un caballete de madera vacío. Estamos estupendos, como sólo pueden estarlo los jóvenes.
Eran los tiempos del Café Malvarrosa, en los 80: el Malva. Lo había abierto Tomás, porque la Cervecería Madrid, aquel viejo café repleto de los cuadros de Constante Gil, había dejado de ser un rincón secreto en la ciudad. De manera que Tomás cruzó la calle, como quien dice, y fundó el Malvarrosa en Ruiz de Lihory, para poder conspirar a gusto con poetas, novelistas, pintores, toreros, políticos borrachines y borrachines que hacían política hasta el amanecer, porque el Malva cerraba sus puertas a las tres o las cuatro de la mañana y nos quedábamos dentro los irreductibles.
Tomás y Salo Cadenas, su mujer, nos daban de beber, de reír, de disfrutar, hasta que clareaba, junto al gran Toni Moll (el único camarero al que he visto sostener varias acaloradas discusiones al mismo tiempo, como un circo de tres pistas, sobre cualquier asunto: la caza en mano con perro, el cine neorrealista, los juicios a priori kantianos).
Tomás March era un vitalista supremo —fue galerista, editor, coleccionista de pintura, traductor ocasional, director de revistas y colecciones literarias, aprendiz de paracaidista, adicto a la Semana Santa sevillana—, y de él aprendí, entre otras muchas cosas, el verdadero significado del arte: una excusa cultural para celebrar el hecho de estar vivos.
Por eso lo quiero dejar ahora, cristalizado en su sonrisa permanente, con una copa en la mano, detrás de la barra del Malva, en mitad del bullicio de una noche cualquiera, mientras brindamos toda la clientela a la salud del mundo.
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