Opinión | Ágora
El futuro ya no es lo que era
El mundo antiguo se formó a partir del poder del pasado para dar forma al tiempo de la vida. La realidad de cada cosa se definía desde su origen, que por definición era su pasado. Nada podía llegar a ser de un modo que no estuviera previsto en su principio, así que el futuro era más bien un mero «porvenir» de lo ya establecido. Era el destino en la suerte de la vida, o el «arje» u origen en los primeros filósofos como principio de la realidad, e incluso la «naturaleza» como modo de ser en el mejor pensamiento griego. De ahí que en los inicios la adivinación se estableciera como la forma superior del saber: adivinar era conocer como los dioses el origen, la naturaleza y destino de todo.
Por eso, si un rey prometía la mano de su hija al príncipe que la rescatará, y el salvador resultaba ser un plebeyo, de una forma u otra se descubriría que el aparente siervo era en realidad un hijo de linaje real adoptado por pastores. Para probarlo solo hacía falta la evidencia de que la gesta realizada para el rescate de la princesa requería la nobleza de los príncipes. De modo que si alguien lo lograba, por desconocido que fuera su origen, se podía asegurar que era de naturaleza real. Como el pan requiere trigo y este nace del trigo, así la heroicidad requiere príncipes y estos nacen de príncipes. Una vez verificada la proeza el origen se puede suponer con certeza.
Para que el «porvenir» se convirtiera en «futuro» fue necesario concebir que podían ocurrir novedades genuinas, es decir, que no se limitaban a dar cumplimiento a un pasado determinante. Novedades no solo imprevistas sino capaces de dar un rumbo nuevo al porvenir en su sentido más decisivo, es decir, suspendiendo el destino o poder del pasado para dar forma a todo. En nuestra tradición y en su forma rotunda eso es lo que significó la redención operada por Cristo. Nuestro origen, Adán y Eva y su pecado, nos condenaba por siempre, pero Jesús es capaz de cambiarlo y dejar el destino de todo abierto. Su irrupción no solo suspendió el poder del pecado, sino del pasado aciago, con una novedad incausada desde dicho pasado. Su irrupción fue la de una novedad que convertía el tiempo en el escenario de lo inesperable, es decir, en el «futuro».
Occidente se forma como la tradición en la que nació el futuro que dependía de la afirmación de la capacidad de la novedad frente al fijismo del destino y el poder del pasado. Esa capacidad de novedad de la que procedía el destino de lo humano, y no al revés, es el sentido europeo y cristiano de la libertad. Su secularización en la idea ilustrada de progreso y la consideración del futuro no ya como el tiempo de lo posible, sino de lo mejor, terminó por asentar la esperanza teológica como talante civil occidental, con frecuencia contra su propio origen teológico.
En las artes la belleza se hizo vanguardista al romper con toda tradición antecedente. La abolición del pasado para lograr un futuro incondicionado se había manifestado en 1789 con las revoluciones, todas ellas revueltas contra el pasado. La idea de libertad y la de originalidad se concibieron como la superación de todo antecedente condicionante, y los nuevos estados nacidos de la revolución no solo se declararon edificios de nueva planta, sino que tomaron sobre sí la tarea de alumbrar ciudadanos sin huella de condicionante pretérito, concebidos en perfecta y novedosa igualdad, sin ombligo. Ni los privilegios de linaje, ni de rango o condición, ni las diferencias biológicas podían condicionar el futuro cuya novedad se afirmaba como negación de toda antecedencia.
En buena medida, algunas de esas secularizaciones transformaron el futuro de ideal en ídolo, pues la esperanza teológica de salvación y felicidad se depositó sobre ideologías como el marxismo y sus profecías científicas, las nuevas ciencias y los desarrollos tecnológicos o los propios estados como agentes de poder, o todo junto. El caso es que el futuro conservó su vinculación con lo mejor, pero recuperó su naturaleza de lo necesario y se transformó de nuevo en destino, si bien por fuerza de los poderes de este mundo como las legiones de proletarios alzadas en lucha, las ciencias y tecnologías nuevas o el poder de los estados.
El desastre de los estados totalitarios fascistas y comunistas y las dos grandes guerras terminaron por mostrar que el cielo profetizado tenía todos los trazos del infierno. Esa fue la primera gran crisis del futuro que, no obstante, se recuperó en alguna medida al abandonar la forma del destino y reformularse como utopía, como un ideal progresivamente realizable.
Ciertamente es mucho y hasta insólito lo logrado en términos de progresos sociales, científicos y materiales. Pero el futuro ya no volvió a ser lo que era después de aquella primera crisis. Hoy nos conformamos con lograr la sostenibilidad de las instituciones y economías, con la conservación de idiomas e identidades ancestrales, con la preservación de ecosistemas, especies y condiciones climáticas. Las profecías y adivinaciones contemporáneas advierten de la devastación del planeta, de riesgos pandémicos y colapsos energéticos. Así que el futuro se ha transformado en el emplazamiento potencial de nuestros temores, y los bienes presentes se nos han convertido en el patrón de lo sostenible y en peligro para el futuro.
Al repudiar el pasado, el futuro engulló al presente que se hizo futurista porque nada nos parecía suficientemente actual si guardaba algo de todo lo anterior, ya fuera en las formas de vida o en el diseño, en modelos productivos, en la educación o en la religión, en el arte o en la técnica. La exaltación con dimensiones idolátricas del futuro nos lo convirtió en presente perfecto, y, paradójicamente, nos dejó sin futuro al tiempo que los cambios se nos hicieron en su conjunto en amenazantes. Vivimos como si habitáramos la plenitud de los tiempos, pero sin confianza ni esperanzas de futuros mejores, por eso hemos dejado de ser prometedores como civilización. La prueba es que apenas tenemos hijos. El futuro ya no es lo que era.
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