Opinión | Ágora
Tormenta e ímpetu
Ando estos días enfrascado en una nueva obra de teatro. No como actor o director —que también lo estoy en ambos casos pero con otros títulos—, sino con una obra que he empezado a escribir y que ya se ha convertido en un apasionante laberinto en el que cada vez me gusta más perderme o refugiarme, lejos del ‘Trumpanal ruido’.
Para su construcción, he ido investigando sobre varios temas diversos más o menos conectados o por conectar. Entre ellos, he dado con un señor que me está cayendo bien a medida que voy conociéndole. Se trata de Johann Gottfried Herder, un filósofo, teólogo y crítico literario alemán que nació en 1744 y cuya obra, según dicen, contribuyó al nacimiento del romanticismo alemán que tanto influiría en Europa.
A partir de un viaje a París, Herder comenzó a generar las ideas para crear un movimiento literario llamado Sturm und Drang, que viene a traducirse como ‘Tormenta e Ímpetu’, y que tendría también sus propias manifestaciones en la música y las artes visuales en su tiempo. Dicho movimiento, cuyo nombre se debe a una obra teatral de Friedrich Maximilian Klinger —siempre el teatro ha sido el origen de cualquier revolución—, invitaba a los artistas a la libertad de expresión, a la subjetividad individual, y a potenciar las emociones en contraposición a las limitaciones que imponía el racionalismo de la Ilustración.
Y es que el crítico nacido en Mohrungen pertenece a la época de los enciclopedistas, es decir a la de D´Alambert, Diderot, Voltaire, Montesquieu y tantos otros, y ciertamente coincide con ellos en su empirismo y en su valoración de los experimentos científicos destinados a aumentar el conocimiento y a desterrar la ignorancia, por supuesto. Pero a la vez se distingue de ellos por su gran aprecio por la historia, esa que los ilustrados veían como una sucesión de épocas en que la humanidad salía de tiempos de primitivismo o barbarie hasta alcanzar una edad en la que la razón había desterrado las tinieblas, las supersticiones y los mitos, para así poder organizar la sociedad conforme a principios racionales y universales.
Nadie puede negar a estas alturas que cualquier postulado de aquellos ilustrados es materia casi indiscutible, pero según Herder carecían de algo básico llamado sentido histórico. Un sentido que para él consiste en la capacidad de apreciar lo otro, la cultura diferente, la producida en otra edad, en otro contexto. He leído en un interesante estudio introductorio de Paco Ribas que para Herder, a la hora de enjuiciar las distintas culturas, no había un único canon, sino que cada cultura posee su propio canon. Además defendía que el genio creador ha de ser rebelde e independiente frente a fríos modelos donde impera lo racional, con lo cual conecto fuertemente como actor. Decía con fervor que tenía que primar el sentimiento en vez de la razón en la escritura, poniendo como mayor ejemplo a William Shakespeare, quien mejor que nadie supo reflejar en sus obras que la naturaleza misma actúa y se revela mediante los sentidos y las pasiones. Según Herder, Shakespeare era «un mortal dotado de fuerza divina», «un traductor de la naturaleza en todas sus lenguas», y con esto no sólo conecto fuertemente como actor, sino también como lector o espectador, desde aquel día que, por asistir a una obra suya, decidí dedicarme al teatro.
Jóvenes de entonces como Goethe se sintieron inspirados por Herder, iniciándose no sólo en Alemania, sino en toda Europa una revolución intelectual y emocional denominada Romanticismo. Una nueva manera de sentir y concebir la naturaleza y al ser humano, distinta en cada lugar en el que se desarrolla, según Herder por las propias características históricas y sociológicas de cada región.
Me pregunto si no será mucho más urgente y necesaria esa misma revolución hoy, que la imparable escalada bélica a la que algunos nos están llevando con las mismas justificaciones y razones universales de tantas y tantas centurias, una vez más para salvar —dicen— a Europa. Me pregunto por qué no tomamos conciencia individual con tormenta e ímpetu frente a esas soflamas, para así darnos cuenta de que esas ideas de rearme nos han llevado siempre al mismo desastre que acaban sufriendo millones. Un desastre que una y otra vez se repite sin que se despeinen ni arruguen los trajes ni camisas de quienes provocan la ignominia y la indecencia de los negocios de las guerras.
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