Opinión
El futuro ya está aquí y es federal
Ni el Brexit inglés ni el MAGA de Trump son vías de éxito. Hace falta repensar estructuras políticas y de representación, no intentar volver a un pasado supuestamente idílico

Banderas europeas en el Europarlamento, en Bruselas. / Europa Press
Seguramente el hecho más importante de la realidad política de nuestro tiempo es el desencaje entre las estructuras políticas e institucionales en que vivimos, y los procesos esenciales que afectan a nuestras vidas. Hasta hace no mucho, era el Estado quien encajaba las diversas plantillas territoriales, armado con un poderoso instrumento: la “soberanía nacional”. En los distintos ámbitos temáticos, cada Estado occidental definía un límite, dentro del cual tomaba las decisiones esenciales: el tipo de interés, el volumen del déficit, la aplicación de la propia legislación, la circulación de mensajes e informaciones, las compañías aéreas, el sistema educativo o el servicio militar, entre otras.
Es cierto que, en la realidad, las cosas eran más complicadas: unos Estados eran más soberanos que otros; los intereses privados actuaban e influían desde la oscuridad; una política exterior independiente dependía de tener los medios económicos necesarios y de la benevolencia del Gran Hermano americano. Pero “la verdad oficial” era la que hemos descrito, por mucho que los poderes fácticos la deformasen. No hay que criticar aquella situación: el reconocimiento de la igual soberanía de todos los Estados europeos garantizó (¡por primera vez en la historia!) 70 años de paz y progreso en nuestro continente, mediante la formalización de este orden en los documentos de la conferencia de Helsinki, celebrada en 1975.
Lo nuevo de nuestro tiempo es que se cuestiona aquel orden, a la vez que los grandes procesos de cambio que se producen tienen una escala geográfica distinta, mayor o menor que los Estados–nación vigentes, pero en todo caso no coincidente con ellos. Hay fenómenos de difusión internacional que prescinden de todo marco fronterizo. Modas, estilos, juegos, denominaciones o formas de vida, por citar algunos, constituyen redes de relación entre personas de distintos países que, tal vez, tienen poco en común y probablemente no van a encontrarse jamás. Internet genera el espacio en el que pueden aparecer identidades que no tienen nada que ver con los pasaportes nacionales, sino con el seguimiento de determinados equipos de futbol o de baloncesto, aficiones gastronómicas, turismo o cualquier otra. No es casual que la mayoría de estas identidades aparezcan definidas por una visión turística de la realidad, en la que el viajero va a visitar cosas que ya conoce y que espera sean iguales que las que disfruta en su tierra de origen. Y ya hemos visto qué ocurre con las fronteras en caso de pandemias o de crisis financieras.
La disolución de las identidades nacionales en favor de identidades grupales o individuales, definidas en realidad por prácticas de consumo, hace que las estructuras políticas, asociativas o sindicales que, en el pasado, eran sólidas y canalizaban la acción y la participación de los ciudadanos en la vida colectiva; hoy aparezcan como entidades pasivas, sin influencia real, y cada vez más lejanas del latido social cotidiano. La ausencia de gente joven en las entidades colectivas es, por desgracia, un ejemplo bien conocido y absolutamente general de esta situación. ¿A dónde nos lleva todo esto? No a intentar reconstruir muros y aislarse de las corrientes generales: ni el Brexit inglés ni el MAGA de Trump son vías de éxito. Hace falta repensar estructuras políticas y de representación, no intentar volver a un pasado supuestamente idílico.
Al revés: hay que avanzar, y hacerlo en todas direcciones. Hacia arriba: promoviendo y reforzando la Unión Europea, como ejemplo y como promotor de la creación de estructuras amplias, respetuosas con sus miembros y capaces de hacer frente a los grandes retos que nos plantean los imperios. A la vez, hay que extender la autoridad política hacia abajo: hacia los territorios, regiones, ciudades, áreas metropolitanas; hacia aquellos ámbitos en que la convivencia entre las personas no deriva de la condición jurídica de un pasaporte, sino de compartir espacio, trabajo, ocio o cultura. Y también hacia el exterior, hacia fuera de las estructuras políticas: asegurando que las sociedades puedan, mediante la deliberación ciudadana y la participación, hacerse cada vez más dueñas de su futuro.
¿Es todo esto demasiado extenso, demasiado ambicioso? No tiene por qué: no sería más que empezar a trabajar en la puesta al día de uno de los idearios políticos más tradicionales: un federalismo actualizado, capaz de cruzar fronteras y de abordar problemas nuevos, como la globalización económica o la crisis ecológica. Puede ser difícil, pero: ¿qué otra posibilidad hay?
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