Opinión | Tribuna
'Cónclave'
Las primeras palabras del nuevo papa, León XIV ("El mal no prevalecerá”, dice) son como escuchar al cardenal Lawrence, de la película 'Cónclave'

Imagen de la película 'Cónclave', con Ralph Fiennes. / Levante-EMV
El avión que nos trajo al querido Santiago de Chile ofrecía la morralla fílmica del mundo, pero mantenía Cónclave. Es un gesto considerado, dadas las circunstancias. Quien está al frente de la industria del cine muestra su competencia al haberse adelantado a la actualidad con esta cinta. Y no sólo se adelanta, sino que interviene en la vida histórica.
No hablo de la novela de Robert Harris, que no he leído. El escritor mantuvo la estima del público con The Ghost, que Polansky bordó luego en el cine. Hablo del film y, ciertamente, quien haya diseñado esta cinta sobre el cónclave no es un enemigo de la Iglesia católica y mucho menos de la dirección que ha tomado con el papa Francisco. Cónclave no solo es una película atravesada por el espíritu católico, sino que toma partido por una política eclesiástica muy definida. Su sentido no es otro que mostrarnos la victoria del papa Francisco después de muerto. Pero que los muertos triunfen sólo se puede explicar por su alianza con la providencia. Y de eso va la película, del sentido católico de la providencia.
Como mostró en la serie Your Honor, el director Edward Berger está muy interesado en los procelosos caminos en los que se confunde el azar con los elementos providenciales, y sobre todo en los caminos por los que el mal es reconducido hacia alguna forma de bien. Esto, desde Maquiavelo, es parte del espíritu católico frente al rigorismo calvinista, para quien solo el bien produce bien. De ahí que el espíritu católico, cuando ha madurado tras los grandes acontecimientos de la modernidad, se instala en un cierto escepticismo acerca de esa diferencia y se concentra en salvar la institución como única realidad firme. Los grandes intelectuales de los pueblos del libre arbitrio son de hecho grandes escépticos, como Voltaire y Vico.
De esta estirpe es el eje de la película de Berger. Como ha dicho la crítica, lo mejor del film es la interpretación de Ralph Fiennes en el papel del decano del colegio cardenalicio, y lo mejor de su interpretación es el discurso de apertura del cónclave, una alabanza de la productividad tolerante de la duda frente al fanatismo demasiado seguro de la certeza. Fiennes, desde El jardinero fiel, es el hombre de la bondad que ha trascendido la tortura interior, el tormento íntimo que reflejan sus ojos penetrantes, su rostro tenso, sus labios apretados. Esta de la duda es la clave de la fe católica, frente a la certeza puritana de que ser el elegido es un acto irreversible de la voluntad eterna de Dios. Fiennes, el cardenal Lawrence, no es uno de ellos, desde luego.
Que la duda ilumine poco a poco el acto debido, constituye la trama del film. Pero la duda es la única actitud razonable en quien conoce que el ser humano sin excepción es un tunante. Esa es la premisa católica, frente al mundo más exigente moralmente del puritanismo. El cardenal Lawrence, lleno de dudas acerca de todo y sobre todo acerca de su fe, se mueve a ciegas por el cónclave, pero es como si la duda siempre acogiera el complemento de dejarse guiar por una mano más firme. Que la duda y el mal, por muy confusos y quebrados que sean sus caminos, conduzcan al mejor bien de la institución, es la clave del sentido católico de la cinta.
Memorable en este sentido es la interpretación del exterior, del afuera del cónclave, de esa persona que no respeta el "extra homines", que se introduce de forma ilegítima en el cónclave, pero movida por la providencia. Me refiero a Isabella Rossellini, la hermana Agnes, la mujer sabia que no solo gobierna el escuadrón de mujeres del Vaticano, sino que decide sobre la marcha con un buen sentido infalible cuándo debe intervenir y cuándo debe guardar secreto.
Todo lo demás es conocido. Las opciones de la Iglesia católica son las que se muestran en el película, desde el ultraconservador Tedesco al progresista Bellini, con los matices claramente descartables del corrupto cardenal Tremblay y el nigeriano Adeyemi, quizá la figura peor tratada. Las intrigas, corruptelas, trampas y reuniones, convencionales y típicas, lejos de provocar escándalo, no hacen sino mostrar el carácter casi milagroso de que alguien pueda transitar por ese laberinto sin ser arrastrado al abismo. Y desde luego, la película no escatima presentar a seres humanos insensatos que llevarían a la Iglesia a situaciones comprometidas.
Pero Lawrence, instalado en su fragilidad, no será destruido. La opinión pública tenderá a juzgar la emergencia del cardenal “in pectore Benítez” como un deus ex machina, y como todo providencialismo lo es. Pero no hay que olvidar que fue la carta en la manga del papa difunto, la previsión más improbable, aunque finalmente triunfante. Para muchos, sin embargo, se juzgará como mero oportunismo el hecho, ocultado pero firmemente mantenido, del carácter andrógino del nuevo papa. Ese Benítez que sale de la sombra oscura del lejano Kabul, sin embargo, alcanza la significatividad de un símbolo de nuestro tiempo.
Pero Benítez también es un mensaje. Más que asumir la obsesión por la identidad, ofrece acoger el carácter dual de nuestros cuerpos y, como sabía Freud, de nuestras almas. Una dualidad que jamás podrá ser disuelta, sea cual sea la operación a la que nos sometamos. El genuino mito cristiano, que ya en la antigüedad presentó a Cristo como andrógino, muestra con ello su permanencia a través del tiempo. Es un elemento más de su capacidad de rozar constantes antropológicas.
Cuando pongo punto y final a este artículo me llegan las primeras palabras del nuevo papa, León XIV. “El mal no prevalecerá”, dice. Y es como escuchar al cardenal Lawrence.
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