Opinión
El espíritu santo y el fin del mundo
El primer acto de resistencia es no permitir que nos hagan creer que todo va a ser peor. El pasado es una prueba: ¿quién imaginaba que en 1946 iba a comenzar un periodo brillante de la historia de la humanidad?

La fumata blanca tras cuarta votación del cónclave. / Europa Press
Habrá que habituarse al misterio, al espíritu santo como fuente de explicación. En el Vaticano no ha ido tan mal. Parece un mensaje de fina política: un papa estadounidense ahora que el tablero mundial se vuelca hacia aquella esquina con un presidente exhibicionista decidido a alejarse de la tradición democrática liberal. Un papa estadounidense pero en una onda muy distinta a Donald Trump: misionero, medio peruano, discreto, en la línea de que el poder es para proteger a los débiles, un antagonista de Trump. Habrá que ver. Ahora casi todo cabe en el dibujo del nuevo papa. Ahora es una figura en blanco que coloreamos como queremos. Él tendrá que dibujarse, como hizo Francisco. Pero las líneas sobre las que llega indican más continuidad con el legado de su predecesor que ruptura y acercamiento a la Iglesia que dejó Juan Pablo II.
Misterio, decía, porque en la era de la información todo el mundo lleva en la mano una máquina emisora de noticias y un gran contenedor de mensajes ordenados por el criterio de un algoritmo, que representa eso: más misterio. El espíritu santo del siglo XXI no es una paloma, es un microchip fabricado en un taller asiático por dos reales y vendido por mil en Occidente.
El espíritu santo del siglo XXI no es una paloma, es un microchip fabricado en un taller asiático por dos reales y vendido por mil en Occidente
Misterio, decía, porque no hay manera de saber cual es la razón del apagón que nos devolvió a las cavernas. Y tampoco sabemos aún qué hay detrás del colapso ferroviario de la última semana. ¿Un simple robo de cables de cobre? ¿Un sabotaje? Misterio, porque seis meses después de la mortal riada, seguimos sin conocer con detalle qué hizo el president de la Generalitat en las horas críticas de esa emergencia. Sin explicaciones hay caos. Sin explicaciones hay especulaciones. Y se asienta la imagen de desgobierno, que es lo mismo que decir descrédito, lo mismo que decir desconfianza. Por esos desagües se nos va el mundo que conocimos.
Confieso impotencia. En la era de la información tengo la sensación de que la información no llega, se diluye, se evapora antes de su destino. Mejor dicho: la información que a mí me gustaría que llegara se pierde antes de encontrar un destinatario. Me sucede a menudo en encuentros con familia o amigos. Tú eres el periodista, el que sabe qué está pasando, el que controla claves más exactas y jugosas (presuntamente), y entonces alguien de la mesa comenta que lo que pasa en Gaza es obra de terroristas israelíes y no del Gobierno de Israel. Y te quedas unos segundos en blanco. ¿Cómo? No sabes qué decir. ¿Puede ser que el desconocimiento llegue tan lejos en la era del mayor volumen de información? Tengo la sospecha de que la abundancia y el desorden de la información genera desconocimiento. Alienta el caos.
La consecuencia es que nada pasa. Y esto a su vez provoca que la locura más inimaginable en otros momentos sea posible hoy. ¿Puede plantearse abiertamente la ocupación de un territorio vecino, previo exterminio o expulsión de sus ocupantes para convertirlo en un gran resort urbanístico de costa? Es lo que está sucediendo en Gaza. Y no pasa nada. La pregunta más difícil que he tenido que contestar en las últimas semanas es: qué puedo hacer para combatir lo que está ocurriendo en Gaza. Conteste usted, si puede. Yo confieso impotencia. Y perplejidad.
También hay luz. Lo bueno de los últimos días es haberme podido cruzar una mañana con Joan Romero. El autor de Desorden global lleva décadas analizando este cambio de época. Iba a escribir ‘este fin de un mundo’, pero esa es una expresión cargada de un mensajes apocalípticos y apocalipsis es igual a desastre y horror. Y es una puerta cerrada, como si no pudiera haber nada detrás. Y no tiene por qué. El pasado es la prueba de ello. Puede surgir un tiempo nuevo y mejor. Es la buena lección que deja Joan Romero una mañana fresca tras la lluvia. Ahora los síntomas son de agonía, sí, pero hay equipaje para tener confianza en lo que venga. En 1939 parecía que no había salida (y en España no la hubo durante muchos años). O en 1942. Stefan Zweig se suicida un 22 de febrero de ese año al lado de su mujer porque da por muerto su mundo, el mundo de ayer. No sabía ni imaginaba que en 1946 iba a comenzar el mejor periodo de la historia de la humanidad, el de mayores cotas de bienestar para un mayor número de población. Hay motivos históricos para pensar que puede nacer un mundo mejor. Quizá empiece en 2030. El misterio es si tendremos que ver antes tanta destrucción, tanto horror, tanta sangre y vileza humana como antes de 1946. Será una prueba de si somos capaces de aprender del pasado. Ese es nuestro misterio del espíritu santo. Quizá el primer acto de resistencia es no permitir que nos hagan creer que todo va a ser peor, que solo es posible el caos. Soñemos.
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