Opinión | Ágora

Mejoran los datos, persiste el drama

Manifestación 8M

Manifestación 8M / Jordi Otix / EPC

De esa guardia salí con el corazón roto. Escuché a una mujer que llevaba 46 años sufriendo malos tratos. Su voz, rota. Su mirada, agotada. La abogada de oficio tenía los ojos vidriosos. La jueza la escuchaba en silencio, con esa serenidad que da la responsabilidad de sostener tanta desolación. Sucedió la semana pasada. Delante teníamos a una persona que llevaba casi medio siglo sufriendo malos tratos. Se dice pronto. Todos sentimos lo mismo.

Si: por primera vez desde 2003, los datos del Observatorio contra la Violencia de Género del Consejo General del Poder Judicial permiten hablar de una leve disminución en el número de mujeres asesinadas: en 2024 fueron 48. Es la cifra más baja registrada, pero no hay lugar para el optimismo. Cada mujer asesinada es una vida rota, un nombre que se borra, un fracaso colectivo que nos interpela a todos.

A esta tragedia se suma un dato escalofriante: nueve menores fueron asesinados en 2024 en contextos de violencia machista. Es la cifra más alta desde que se tiene registro. No se trata de daños colaterales, sino de crímenes con intención: violencia vicaria. Agresores que asesinan a sus propios hijos para castigar y destrozar emocionalmente a las madres. Una forma de violencia brutal que refleja el grado de deshumanización al que puede llegar el machismo más extremo.

Pero el patrón más persistente es otro: el silencio.

Dos de cada tres mujeres asesinadas no habían presentado denuncia. No lo hicieron por miedo, por desconfianza, por aislamiento o porque intuían que el sistema no las iba a proteger. El silencio no es resignación: es supervivencia. Y esa es una de las verdades más incómodas de esta lucha. Los verdaderos dramas casi nunca llegan al juzgado; quedan atrapados entre las paredes del hogar, invisibles y solitarios.

La violencia contra las mujeres es una de las formas más graves y persistentes de violación de los Derechos Humanos. No entiende de edades, clases sociales, nacionalidades ni culturas. Mientras exista, la mitad de la población seguirá viviendo bajo amenaza por el simple hecho de ser mujer. Y eso es radicalmente incompatible con cualquier idea de igualdad, justicia o libertad.

Ahora, España afronta un nuevo reto.

A partir de octubre de 2025, los juzgados de violencia sobre la mujer asumirán nuevas competencias: todos los delitos de violencia sexual y trata con fines de explotación sexual. Esta ampliación responde a una demanda histórica del movimiento feminista y al compromiso asumido por España tras la firma del Convenio de Estambul: abordar la violencia contra las mujeres como un fenómeno estructural, no como un problema aislado de pareja o expareja.

Sin embargo, esta reforma, incluida en la nueva Ley de eficiencia organizativa, ha generado inquietud en el ámbito judicial. Los juzgados asumirán un 20 % más de carga de trabajo, y se desconoce si contarán con un refuerzo proporcional de medios. Y aquí no hablamos de expedientes administrativos: cada caso exige tiempo, cuidado, sensibilidad. Cada declaración es un relato que duele. Si no se escucha con empatía, si la víctima no se siente protegida, volverá al silencio.

Muchas mujeres no denuncian porque no pueden. Porque no tienen respaldo familiar, ni independencia económica, ni redes de apoyo. Porque sienten que no hay salida. Y ahí fallamos todos.

Las víctimas no son números. Son vidas desgarradas que necesitan una red firme, una respuesta real, una mano tendida. La justicia no puede convertirse en un trámite. Más competencias sin más recursos no es eficiencia: es desprotección. Si no se refuerzan los medios materiales y humanos, lo que podría ser un paso adelante, será un retroceso.

El enfoque debe ampliarse, sí, pero no puede dilatarse la atención, ni ralentizarse los procesos, ni añadirse más sufrimiento a quienes ya lo han vivido todo. La respuesta debe ser ágil, empática, eficaz. No podemos permitirnos seguir fallando.

Afrontar esta realidad no exige solo nuevas leyes. Hace falta una apuesta clara por juzgados especializados, por profesionales formados en perspectiva de género, por mayor coordinación entre administraciones.

Los poderes públicos deben combatir el negacionismo. Cuestionar la existencia de la violencia machista no es una opinión inocente, ni un simple desacuerdo ideológico. Es un acto de irresponsabilidad criminal que desarma a las víctimas y refuerza a los agresores. Negar esta violencia es perpetuarla. Es mirar hacia otro lado mientras siguen asesinando mujeres. Es dar cobertura al silencio, al miedo, al dolor. No se puede combatir lo que no se reconoce. Y es fundamental decirlo sin rodeos: el negacionismo mata.

La violencia desaparecerá cuando las mujeres dejen de ser ciudadanas de segunda, tengan independencia económica, igualdad de oportunidades, y puedan vivir sin miedo. Cuando dejemos de cosificarlas y de educar a los niños en la superioridad y la impunidad.

Esa es la justicia que quiero. La que cuida. La que acompaña. La que no deja solas a las víctimas. La que no se conforma con sentir el dolor en un día de guardia. La que toma la mano a esa mujer indefensa y la saca de su infierno de 46 años, de toda una vida. La que rompe todos los silencios. n

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