Opinión
¿Qué sentido tiene hoy un museo de arte contemporáneo en la era de la inteligencia artificial?
Con la llegada de inteligencias no humanas, algoritmos generativos y arquitecturas computacionales que reconfiguran el lenguaje, la imagen y la experiencia, se hace cada vez más evidente que el museo, tal como lo conocemos, opera desde una posición de resistencia. Una resistencia que no es heroica, sino sintomática: el museo contemporáneo insiste en mantenerse como santuario del saber humanista, mientras el mundo se transforma en un entramado de sistemas que piensan, sienten y actúan más allá del sujeto ilustrado.
No se trata simplemente de incorporar nuevas tecnologías en sus exposiciones. Lo que se cuestiona aquí es la propia base epistemológica del museo: su fe en la centralidad del ser humano, en la linealidad del relato, en la autoridad de la mirada experta. Mientras afuera se despliegan formas descentralizadas de producción cultural, aprendizaje automatizado, subjetividades artificiales y procesos de creación colaborativa entre humanos y máquinas, el museo sigue ejerciendo su rol como aparato de validación, clasificación y conservación de un mundo que ya no existe.
La filósofa Rosi Braidotti advierte que “persistir en un humanismo clásico en plena era posthumana no es una defensa de la dignidad, sino una forma de negación”. Y es exactamente esa negación, esa inercia institucional disfrazada de contemporaneidad, la que impide al museo situarse en el centro de los debates más urgentes de nuestro tiempo. Las tecnologías no sólo transforman el medio; alteran las condiciones mismas del pensamiento. Como plantea Yuk Hui, no estamos ante una simple evolución técnica, sino frente a una pluralidad de modos de pensar que nos obligan a imaginar una cosmología distinta, una cosmotécnica que relacione tecnología, mundo y sensibilidad de manera situada.
En ese nuevo marco, las llamadas ecologías del pensamiento artificial no son un tema para una futura exposición: son ya el paisaje en el que se configura el sentido. En ellas, la noción de autoría se diluye y la creación se convierte en proceso relacional entre entidades humanas, no humanas y técnicas. Frente a este panorama, el museo aparece como una máquina anacrónica de legitimación. Un dispositivo que reproduce jerarquías simbólicas, prácticas curatoriales centradas en el archivo, y formas de mediación que niegan el descentramiento radical que exige la actualidad.
Bernard Stiegler ya lo advertía: “la cultura que no reflexiona sobre las transformaciones técnicas de su tiempo está condenada a su propia obsolescencia”. No es que el museo no pueda adaptarse a lo digital, lo ha hecho, y lo hace continuamente. Es que no quiere renunciar al poder que le otorga su arquitectura epistemológica: la autoridad, la selección o la clausura. Pero los nuevos modos de creación son incompatibles con ese régimen con esas maneras de hacer. Necesitan espacio, fluidez, permeabilidad, ensayo y error. Necesitan entornos más porosos, más híbridos, menos canónicos.
Si los museos de arte contemporáneo aspiran a seguir siendo relevantes, deberán aceptar que ya no son los custodios del presente. Dejarán de ser el lugar donde se explica el mundo, para convertirse, si lo desean, en uno de los tantos nodos donde ese mundo se pone en cuestión. Y si no lo hacen, si prefieren seguir encerrados en sus protocolos, sus políticas de adquisiciones, sus discursos legitimadores, acabarán convertidos en un decorado cultural. Bellos, respetables… e irrelevantes
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