Opinión
Turistas y viajeros: pide que tu camino sea largo
Hay una obligación de hacerse preguntas sobre nuestro modo de viajar, sobre nuestra presencia en la casa del otro, sobre nuestra mirada hacia lo ajeno, sobre el rastro que dejamos

Turistas en València. / Efe
Hace unos días en Radio Nacional, el exembajador en la Santa Sede Jorge Dezcallar contaba que al despedirse de su puesto recibió un regalo de lo más inusual, un regalo intangible y sin precio, inalcanzable hoy para el común de los mortales: lo dejaron solo, encerrado, en silencio, en la Capilla Sixtina y se tumbó en el suelo para observar durante los minutos que le fueron concedidos lo que todos hemos visto alguna vez en condiciones mucho menos afortunadas, los frescos de Miguel Ángel.
Ahora que el frenesí viajero y turístico desquicia las ciudades y ofende a sus habitantes, como si ellos, nosotros, no fuéramos todos turistas alguna vez, las largas colas de entrada a los espacios históricos y naturales, la masificación de museos y de vías legendarias dan que pensar.
En Venecia se instalan tornos, como en los supermercados, en una última perversión de la modernidad; en el Everest en 2019 se fotografió otra cola, la de los alpinistas por un día que ascendían heroicamente, o no tanto, uno de los ochomiles más famosos del mundo, dejando de paso sembrado de basura y, se dice, que algún cadáver sin recoger, el camino a la cumbre; hace poco en Herculano un turista holandés firmó con tinta indeleble la pared de una villa que resistió al Vesubio, pero quizá no al turismo.
En lugares que deberían ser memoria de la atrocidad, jóvenes despreocupados se hacen selfis, posan en las traviesas de la vía de entrada a Auschwitz y suben stories a sus redes; en el Monumento al Holocausto de Berlín influencers y creadores de contenido, sin contenido ni contención, aprovechan sus angostos pasillos grises cargados de simbolismos para encuadres esteticistas y paradójicas demostraciones de agilidad: hacer el pino sobre un mausoleo bien vale un me gusta.
Todos soñamos alguna vez con, como decía Paul Bowles en El cielo protector, no ser turistas, sino viajeros. El viajero no mide el tiempo, no contempla el regreso, no necesita dejar indicios de su periplo porque lo lleva consigo. El viajero pide que su camino sea largo, como Kavafis, porque no tiene otro objetivo que el camino en sí mismo y sus aprendizajes, por lo que su viaje nunca termina. Soñamos con ser viajeros de un grand tour personal que rara vez nos es concedido. Hace muchos, bastantes años, no recuerdo por qué ni cuándo, estuve sentada a solas en el Patio de los Arrayanes de la Alhambra, pero entonces, mientras bajaba el sol y crecía el silencio, no tuve conciencia del privilegio que iba a suponer. Después llegó Bill Clinton y ya se sabe…
El turista viaja rápido, como un coleccionista apresurado de imágenes, viaja pensando en el regreso a casa para exponer un muestrario de momentos. El viajero por su parte no piensa en el regreso sino en el camino que recorre aquí y ahora. Pero hay otra forma más dolorosa de viaje que a menudo olvidamos, la del exilio.
El artista Bruno Catalano, de familia sefardí expatriada en Sicilia, desplazados más tarde a Marruecos donde él nació, emigrado nuevamente a Marsella en su infancia, funde en bronce unas figuras desgarradas de viajeros cargados con una maleta que es su único arraigo a la tierra y a través de los cuales se ve el horizonte, genial metáfora del exilio, el viaje sin deleite ni posibilidad de regreso.
El exilio es la antítesis del viaje, su reverso tenebroso, porque no quieres llegar a tu destino sino volver a tu origen, porque lo que te llevas no es la experiencia del descubrimiento posible sino la memoria idealizada del lugar inexistente al que anhelas regresar.
Bien lo dejó escrito Max Aub en La gallina ciega, el diario de su vuelta a España tras treinta años de ausencia, “No son sólo treinta años. Hace más: el tiempo multiplicado por la ausencia”. Aub no regresó nunca porque el lugar que él añoraba ya no existía. “Nadie me pregunta por nadie. Nadie manifiesta el menor interés por verme otro día”, lamenta.
Hay una obligación ética de pensar el viaje, desde la historia y desde la empatía, en estos tiempos apresurados, masificados, reducidos a un discurrir de imágenes sin fin que convierten el viaje en la vanidad de haber llegado más lejos, pero sin haber aprehendido apenas nada de la cultura y las gentes que habitan esos lugares. Hay una obligación de hacerse preguntas sobre nuestro modo de viajar, sobre nuestra presencia en la casa del otro, sobre nuestra mirada hacia lo ajeno, sobre el rastro que dejamos en caminos y lugares. Es una pregunta que, quizá, podría alcanzar, de manera más profunda y general, a nuestro modelo de vida.
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