Opinión | Algo personal
Dos años con Lluís Miquel
Nos importaba una mierda si el tiempo iba a durar lo suficiente para que cupiera en su duración todo lo que imaginábamos, porque lo que imaginábamos no tenía límites y aún menos fecha alguna de caducidad

Lluís Miquel. / L-EMV
Me gusta cada vez menos el tiempo de los aniversarios. Demasiadas pérdidas en ese recuento apretujado de recuerdos compartidos, de sitios que fueron un refugio donde no llegaran las lluvias de la devastación, de canciones que alegraron con fulgor adolescente nuestras vidas. Fueron muchos años de encontrar la manera de no tener miedo cuando los días eran un tembleque de furiosa incertidumbre. Nada era lo que había sido pero nos daba igual. Nos inventábamos que vivir no tenía que ser una derrota permanente. Y mira que supimos de esas derrotas, de cómo pasábamos en un suspiro de ser los reyes del mambo a unos pringaos que no sabían dónde había ido a parar lo que nos inventábamos en los días anteriores, de mirar el mundo alrededor y sentir que le habían cambiado la cara de la noche a la mañana. Pero qué importaba si el mundo giraba al revés, como dirían los malditos negacionistas, si por encima de todo nos quedaban las alegrías de mañana, saber que no había nada más allá de las risas y la seguridad de que ningún quebranto nos iba a arruinar lo que imaginábamos a todas horas en el pequeño habitáculo de Joaquín Costa 51. Nuestro viejo castillo inexpugnable.
No hay nada que sea para siempre. Eso lo sabíamos. Tampoco el tiempo. Pero hacíamos como que no lo sabíamos. O que nos importaba una mierda si el tiempo iba a durar lo suficiente para que cupiera en su duración todo lo que imaginábamos, porque lo que imaginábamos no tenía límites y aún menos fecha alguna de caducidad. Cada día surgían ideas nuevas, proyectos que harían flipar -como se dice ahora- a quienes desde el poder cultural fueran capaces de escucharlos aunque luego no nos hicieran ni puñetero caso. Eso era lo más habitual: no hacernos ni puñetero caso. Y qué. Pues nada: a seguir dándole vueltas a historias en las que creíamos. A esas alturas de la edad, del éxito o el fracaso, el tiempo nos pertenecía, por más que supiéramos que el sentido de la propiedad no era lo que más destacaba en lo que habían venido hasta entonces siendo nuestras vidas. Pero fuera como fuera, el tiempo nos pertenecía, como en la vieja canción de los Stones de la que hicieron una buena versión Los Protones, uno de los grupos valencianos de los sesenta que más me gustaban.
Cuando las cabezas no daban para más, hacíamos un receso en alguno de los cafés cercanos. Y en ese receso seguíamos con la matraca de lo que íbamos a seguir maquinando cuando volviésemos a la timba inasequible al desaliento de los sueños. Nos acompañaban nombres que formarían parte de esos sueños. Solos no íbamos a ninguna parte. Nunca nos iban a faltar compañeros de viaje, camaradas que alentaran las aventuras de un futuro que no era mañana sino ahora mismo, como todos los futuros que no son una engañifa aplazada hasta la misma y tan inútil y absurda inexistencia. Lo había conocido cuando yo era apenas esa inútil y absurda inexistencia. La música y las canciones en esa lengua que aún hoy niegan quienes hacen de las lenguas fronteras insalvables en vez de ríos que discurren juntos, en plena confluencia, aunque a veces una maldita dana los conviertan en mortíferas torrenteras con las que se ponen las botas esos mediocres artistas de la indignidad y las mentiras. La canción francesa en su voz profunda, inconfundible, de chansonnier que nada tenía que envidiar a quienes fueron sus maestros en los escenarios de una época que musicalmente sigue siendo felizmente inolvidable.

Patxinguer Z. / L-EMV
No conozco a nadie que no le mostrara una admiración sin condiciones. Todos los estilos musicales le rendían abiertamente esa admiración. Lo sé de buena tinta porque traté directamente con quienes desde esos otros estilos lo nombraban con una palabra que les servía perfectamente para definirlo: “maestro”. Porque eso era Lluís Miquel para tanta gente que tuvo la suerte de conocerlo. En mi memoria personal, aquellos pioneros Els 4Z que aún guardo en sus ya ajadas fundas de plástico y después el jolgorio festivo de Patxinguer Z dejando una huella artística que no desaparecerá pasen los años que pasen desde entonces.

Els 4 Z de Lluis Miquel. / L-EMV
Este domingo hace dos años justos que se murió y aquí lo escribo como parte imprescindible de una memoria ampliamente compartida. Era parte de mi familia. Seguramente también de la de muchos de ustedes. Y lo sigue siendo. Cuando paso delante de esa arcada que enmarca la casa de Joaquín Costa 51, no dejo de acordarme de aquellos días en que el mundo ardía en nuestras cabezas para inventarnos más aventuras que las de Melville y Stevenson juntos, uno con su ballena blanca resistiendo los arponazos del capitán Ahab y el otro con sus siempre inaccesibles islas del tesoro. La buena gente y las vidas y la naturaleza que la acompañaron no se morirán nunca porque como en el poema romántico de William Wordsworth que salía en Esplendor en la hierba siempre perdurarán en nuestro recuerdo.
Dos años ya y es como si fuera ayer el día en que lo despedimos sabiendo que no todos los adioses son para siempre. Este domingo hago como que me escondo detrás de esta columna y lo veo como cantaba Jacques Brel en una de sus más hermosas canciones: “para mirarte/bailar y sonreír./Y para escucharte/cantar y después reír”. Ne me quitte pas, querido Lluísmi. Ni se te ocurra dejarnos nunca, ¿vale? Ni se te ocurra.
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