Opinión | Crónicas de la incultura
Sinfronismo
Es curiosa la imagen que solemos tener de los tiempos antiguos. Aceptamos que nuestros antepasados eran física y emocionalmente muy parecidos a nosotros, pero nos resistimos a reconocer idéntico parecido en sus productos culturales. Esta es la razón por la que el público suele acoger con frialdad los montajes modernizados de las grandes óperas y de los clásicos teatrales. A la temporada presente del Palau de les Arts y del Teatre Principal me remito. ¿Cómo vamos a aceptar un drama de Calderón o una ópera de Wagner en la que los actores y los cantantes parecen gente de ahora mismo?.
Dicen que este tipo de apreciaciones es pequeño-burguesa. Yo creo que no. Ortega, en un artículo de El Espectador titulado «Azorín o primores de lo vulgar», se inventa un término, «sinfronismo», que no consiste en una simple coincidencia temporal –el sincronismo– sino en una «coincidencia de espíritu con hombres y mujeres de otras épocas, de modo que un extraño hilo invisible los une». Es verdad, el goce de la literatura estriba precisamente en ello. Pero para que haya sinfronismo es preciso que las circunstancias externas mantengan a raya la tentación sincrónica. Por eso es tan importante cuidar la puesta en escena, los decorados y el vestuario.
En realidad, yo no quería hablar hoy del sinfronismo o no solo. Vayamos al mundo real. Todos sabemos que la crisis de la vivienda en España, fruto de la especulación inmobiliaria y de la falta de vigilancia de las autoridades, ha conducido a una situación insostenible en la que toda una franja de edad, la de las personas que tienen entre veinte y cuarenta años, viven mucho peor que sus padres, con sueldos miserables y alojamientos inverosímiles. Hasta ahora tan apenas se han quejado, pero se avecina una crisis político-social de dimensiones inimaginables. Luego vendrán las lamentaciones y nos quejaremos de que los gobiernos no hicieron nada para prevenir el desastre ni la sociedad para mejorar las condiciones de vida de los jóvenes.
Algo parecido ya había sucedido en otros lugares y en otras épocas. Los especuladores, la disminución progresiva del tamaño de las viviendas, la burbuja inmobiliaria, los barrios de chabolas en el extrarradio de las ciudades… En la antigua Roma, de donde venimos, la población aumentó de manera exponencial y se comenzaron a construir «nsulae», que eran bloques de pisos de alquiler, cada vez más pequeños, más caros y más peligrosos por los derrumbes y los incendios. La consecuencia fue que unos pocos especuladores se quedaron con el pastel: según Plutarco, el cónsul Marco Licinio Craso llegó a poseer miles de viviendas comprando edificios ruinosos a precio de saldo, reformándolos con el trabajo de sus esclavos y alquilándolos a precios disparatados. Todavía hoy pueden visitarse las ruinas de la insula de Arca Coeli, un bloque para cerca de cuatrocientas familias.
¿Y la suerte de las víctimas de este y sucesivos pelotazos? Pues por lo pronto, unas condiciones de vida penosas, con el amontonamiento de miles de esclavos y desarrapados en la Suburra, barrio que frecuentemente se incendiaba y en el que el crimen y la delincuencia campaban a sus anchas. El fenómeno no fue exclusivo de la antigua Roma. Cada vez que ha habido un aumento repentino de la población han surgido estos ghettos urbanísticos. Se han documentado en Córdoba (siglo X) y en Wuhan (siglo XXI), por ejemplo. Estas aglomeraciones se conocen con nombres diversos, desde el pozo del tío Raimundo en Madrid hasta las favelas de Brasil, las villas miseria de Argentina, los cerros de Venezuela, los campamentos de Chile o las ciudades perdidas de México, aunque curiosamente el South Bronx de Nueva York carezca hipócritamente de un nombre alusivo a su degradación.
El deterioro de las condiciones de habitabilidad de muchas personas siempre ha provocado la compasión del resto de sus conciudadanos, surgiendo así un sinfronismo que está en la base de iniciativas públicas de construcción masiva de viviendas asequibles destinadas al alquiler. Esto sucedía ya en Augsburgo en el siglo XVI –la Fuggerei en honor de los banqueros Fugger, que la subvencionaron-, en Paris en el XIX –los edificios que componen el proyecto de Foucher y que tenían el nombre técnico de falansterio- y hasta en Tempul (Cádiz), donde en 1843 se proyectó una construcción foucheriana. Pero lo de ahora es otra cosa. Estos jóvenes que padecen la reducción progresiva de sus ingresos y de su espacio vital, de tan cercanos que están, no gozan tan apenas de la simpatía de la gente porque son invisibles, no están agrupados, no forman una comunidad capaz de rebelarse como hicieron los barraquistas de la CNT en Barcelona en 1931. Sus familias han optado por ocultarlos, en vez de apoyar sus reivindicaciones. Me temo que lo tienen crudo porque el sinfronismo social no los quiere ver.
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