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Opinión

València

Lo inconcebible

Charlotte Delbo, superviviente de Auschwitz, describe así el shock de los deportados a su llegada al campo: “Se esperaban lo peor, pero no se esperaban lo inconcebible”

Imagen del campo de concentración de Auschwitz.

Imagen del campo de concentración de Auschwitz. / Europa Press

“Espero que no pensarán que he exagerado, ¿verdad?” ­-exclama una anciana judía de 94 años al concluir el relato de su paso por Birkenau. Es la francesa Ginette Kolinka, que en 2019 dictó sus memorias, 70 años después de abandonar el lager, tras el largo silencio que mantuvo esta compañera de cautiverio de la futura ministra de Francia, Simone Veil. Allí, en Birkenau, recuerda que Veil le regaló un vestido cuando toda esperanza humana la había ya abandonado, y a este gesto de apariencia intrascendente atribuye Kolinka haberse salvado. Décadas de silencio terminan con esa pregunta temerosa, porque es difícil creer, aunque lo hayas vivido, que lo inconcebible existió.

Su compatriota Charlotte Delbo, resistente francesa superviviente de Auschwitz, describe así en Ninguno de nosotros volverá el shock de los deportados a su llegada al campo: “Se esperaban lo peor, pero no se esperaban lo inconcebible”. Lo inconcebible, ese lugar sin porqués como dijo Primo Levi, lo que no se puede concebir, no se puede contar. Levi relata que una de las angustias durante la deportación era la certeza de que si regresaban nunca les creerían, como en cierto modo así fue durante décadas en las que la sociedad anestesiada de posguerra se resistía a aceptar que eso que se decía, pero no habían visto, fuera cierto, precisamente porque era inconcebible.

Hoy, sin embargo, que abundan omnipresentes las imágenes que testimonian otros inconcebibles, sobran razones para indignarnos y motivos para actuar, pero parece más que nunca imposible hacer nada más allá de una pasajera indignación. Es una paradoja que la visibilidad completa y constante de la masacre acabe atenuando la indignación. A todo se acostumbra el ojo, por lo visto, también al bombardeo de una maternidad en Ucrania y a la muerte en directo de una joven a punto de parir y de su bebé nonato, pero ¡de eso hace ya dos años!, una eternidad en términos de 'noticia reseñable' y el tiempo todo lo cura.

Hoy sobran razones para indignarnos, pero parece más que nunca imposible hacer nada más allá de una pasajera indignación

Como nos acostumbraremos, aunque lo hemos visto hoy mismo, y ayer, y también mañana, a la muerte, esta vez en diferido, de miles de niños desnutridos en Gaza, aislados sin remedio, como hace ochenta años en el gueto: 14.000 están en riesgo ahora mismo según fuentes tan fiables como la BBC. Nos vamos acostumbrando a lo peor, pero ¿acabaremos acostumbrándonos también a lo inconcebible?

¡Indignaos!, preconizaba Stéphane Hessel, porque “el motivo de la resistencia es la indignación” y su larga vida le dio muchas razones para la indignación, una de las últimas, hacia 2009, la situación de Palestina. Para Hessel, que se declaraba judío, que lloró -dice- cuando se fundó el Estado de Israel, que defendió su derecho a tener una patria y un estado, resultaba sin embargo insoportable que los mismos judíos pudieran perpetrar crímenes de guerra, y eso demostraba, según sus palabras, que la historia da pocos ejemplos de pueblos que aprendan de su propia historia.

Una de las víctimas de este conflicto, una más, ha sido la memoria, la dignidad de la memoria de tantas víctimas del holocausto. ¿Qué pensarían Delbo, Levi, Kolinka, el propio Hessel, y tantos otros, si asistieran en directo a lo que se asemeja tanto a su experiencia?: el hambre sistematizada, el desplazamiento forzoso, el bombardeo civil indiscriminado, el huis clos en la ciudad convertida en gueto, como lo fue Varsovia, la depauperación y la miseria sin distinción de edades.

Con “la rabia contra la injusticia intacta”, como los veteranos resistentes franceses se declararon hace veinte años, nos indignamos, compartimos vídeos, imágenes, publicaciones, pero es una indignación que cada vez más se parece a un recurso para calmar nuestra mala conciencia, una indignación que la impotencia y el desconcierto acaba limando, un compromiso de salón, de ¿qué podemos hacer?, sin hacer nada, fosilizados en la perplejidad, porque lo cierto es que, como escribió Zygmunt Bauman, “solo el que pagó con su vida puede decir que hizo todo lo posible”.

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