Opinión | MIEL, LIMÓN & VINAGRE
La excelencia del escritor menor
Arturo Pérez-Reverte representa una figura relativamente infrecuente en la historia de la literatura española, trufada de monstruos geniales e insignificancias olvidadas y olvidables

El escritor cartagenero Arturo Pérez-Reverte. / EFE
Es realmente extraño que Arturo Pérez-Reverte estimule adoraciones y odios. Hace ya bastantes años que su lugar en la literatura española contemporánea deviene indiscutible como un magnífico novelista seguido por muchas decenas de miles de lectores entusiastas.
Pérez-Reverte representa una figura relativamente infrecuente en la historia de la literatura española, trufada de monstruos geniales e insignificancias olvidadas y olvidables: la digna, imprescindible figura del escritor menor. Los escritores menores son indispensables en la urdimbre literaria de un país y de una lengua. Son interlocutores con cimas más altas, son formadores y prescriptores de otras calidades literarias, son una invitación a la lectura a menudo más grata y menos apabullante que los grandes genios tutelares. La literatura española los ha tenido, por supuesto, pero no los ha normalizado, como la literatura inglesa, francesa o incluso italiana.
Arturo Pérez-Reverte cumple ese papel y lo hace rematadamente bien con novelas de aventuras y enigmas bien construidas y algunos personajes que se han incorporado en los últimos cuarenta años al imaginario literario español. El principal es, desde luego, el capitán Alatriste, que es quien lo convirtió en un superventas después de publicar, con éxito creciente, El maestro de esgrima, El club Dumas y La tabla de Flandes.
El ciclo de Alatriste –al que está a punto de sumarse un nuevo título después de muchos años de espera– es un retablo de la España del máximo poder expansivo, en el siglo XVII, un poder imperial y colonial que convivía perfectamente con las hambrunas, la miseria, las enfermedades y una desoladora pobreza en la España de los Austrias. Alatriste es igualmente una reflexión de la grandeza y la miseria de un experimento político que no salió bien, que terminó en una típica decadencia interminable, en una España cerrada en sí misma, nostálgica de su grandeza, orgullosamente impotente.
Alatriste –que envejece y va colmando decepciones amargas– está a punto de doblarse bajo el peso del escepticismo. Lo salva en sentido el deber, una elemental decencia, una rabia digna y triste que va impregnándose de melancolía. Alatriste, en sus últimos años, podría repetir aquella definición que se atribuye a Cánovas del Castillo cuando se emborronaba la Constitución de 1876: "Habrá que poner que es español el que no puede ser otra cosa". Claro que Cánovas no dijo nunca tal cosa y, pensándolo bien, Alatriste no lo hubiera dicho. Aunque lo podría pensar.
Los dimes y diretes alrededor de Pérez-Reverte los ha generado su labor como articulista. Es de la clase de columnista que escribe lo que le place porque su autonomía económica, como autor de best sellers, se lo permite. Y sus opiniones no son fácilmente calificables como izquierdistas y progresistas. Si el PSOE le parece un partido corrompido por la ambición del poder el PP se le antoja un partido inútil, inoperante, de una mediocridad aplastante, carente de un proyecto político y económico para España a la que la corrupción tampoco le es precisamente ajena. Tanto la españolada como la obsesión woke le parecen insoportables. Tal vez no sea más que un señor moderado, que desconfía razonablemente de la condición humana, espectador en sus años de reportero de desmanes y bestialidades, al que le gustaría vivir en la normalidad de una monarquía o una república democrática, libre de broncas y escarnios, ni excepcional ni vulgar, liberal y mesocrática, con una buena educación pública y un servicio sanitario decente que no hieda a corrupción, a mamoneo, a disgregación territorial. Tal vez lo mismo con lo que soñaría Alatriste si hubiera nacido a mediados del siglo XX.
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