Opinión
Adiós a la Librería Primado
Hace unos días celebramos la fiesta del adiós definitivo. Una mezcla de alegría bailonga y de esa tristeza que te sacude el ánimo cuando piensas que se cierran cuarenta años de una librería convertida en casa propia.

Miguel Morata y Pepe Miralles con el grupo de albaes / L-EMV
Ya es la segunda vez. La primera conseguimos salvarla. Bueno, lo consiguió mi amigo y librero de raza Pepe Miralles. Hace cuarenta años por ahí andaba Miguel Morata, camarada en tantas causas que casi siempre perdimos, como suelen ser las causas en las que alguna gente nos metemos porque nos va la vida perra. Pero la verdad: tampoco vayamos a ponernos trágicos. Para nada. Seguramente no ganamos ninguna guerra (siempre las ganan los mismos), pero en algún que otro rifirrafe con el enemigo no salimos magullados sino con el ánimo más alto que todos los ochomiles del montañismo juntos.
El caso es que hace diez años, Miguel se jubilaba y había bajado la persiana. Porque a ver quién se metía a vivir de un oficio tan raro en los tiempos que vivimos. Porque hablamos de eso: un oficio. No se trata sólo de vender, que también. Se trata de pasarte horas robadas al sueño entrando a saco en páginas que a lo mejor te salvan la vida y otra veces te condenan, con nocturnidad (nunca mejor dicho) y alevosía, al insomnio eterno. Si no lees hasta la ceguera, cómo vas a poder sugerir, aconsejar a lectores y lectoras que entran en tu librería confiando en la dignidad de tu oficio. Y digo lectores y lectoras, no clientes o clientas, como dicen quienes venden libros como si fueran vendedores de crecepelos falsos por las plazas de Dodge City.
Pues eso, cuando la librería Primado se despedía en medio de una tristeza infinita y mucha rabia, llegó Pepe Miralles y dijo que nada de cerrar, que él venía de gestionar grandes librerías, incluso grandes negocios editoriales, y necesitaba un pequeño refugio donde la vida no fuera una taquicardia permanente. Y Primado se salvó de la quema. Hicimos una fiesta que fue a la vez de cierre y apertura. Llegaron mensajes de los que te hacen ver el mundo de otra manera, que te convencen de que no todo está perdido, que por lo bajito, casi en un susurro, te dicen que aunque no ganemos la guerra no se nos escaparán pequeñas victorias que serán para nosotros como el tiempo aquel ya tan lejano de las cerezas revolucionarias.
“Lo que mi alma ignora/eso es lo que quiero poseer”, escribe Fernando Pessoa. Y es eso, precisamente, lo que encontraremos en las librerías, sobre todo en los rincones más apartados, donde sobreviven con humilde nobleza las tan innumerables como casi clandestinas islas del tesoro. Me gustan las pequeñas librerías, esas en las que me quedaría días enteros entre el olor de los libros igualmente pequeños, tocándolos hasta hacerlos sangrar como dicen que sangran los amores milagrosos de los santos, pasando las páginas por si hay ahí la huella de otros dedos que hicieron lo mismo para dejar -me acuerdo de Cesare Pavese- el clandestino subrayado de una frase que nadie fue capaz de escribir hasta el mismo instante de su muerte.
En las pequeñas librerías no cuenta sólo la superficie que ocupan en el catastro tantas veces cruel de la cultura, ni los nombres rimbombantes escritos en sus agendas, ni que las pudieran comparar con la Biblioteca de Alejandría. Lo que encuentro en esas librerías, que a lo mejor son como luces clandestinas que brillan cuando cierran los portales de la madrugada, es la manera que tienen de descalabrar el tiempo de los libros, de no olvidar que la auténtica literatura es la que te hiere con el arpón que alguien clavó en la curtida piel de una ballena, o la que te convierte en un bicho que, después de tantos años, llena de espanto a quienes piensan que vivir es pasarte la vida mirando desde la ceguera los conflictos del mundo.
No hace mucho hablábamos en la librería Primado de València de La música del vacío, la última novela de Pilar Carrillo que me traía evocaciones de los turbulentos desiertos de Paul Bowles y eran, ese vacío y la música que lo acompañaba, como la metáfora de una despedida. “El tiempo ha confundido/y ajado el corazón con sus combates”, escribe Elizabeth Barrett Browning en Sonetos del portugués. Una librería es un lugar para vivir muchas vidas juntas. Una mezcla de tiempos y combates que a ratos te rompen el alma por mil sitios pero en muchos otros se humilla a tus pies el dragón que se atrevió un día a secuestrar, sin saber lo que hacía, el arca maravillosa de tus sueños.
Hace unos días celebramos la fiesta del adiós definitivo. Una mezcla de alegría bailonga y de esa tristeza que te sacude el ánimo cuando piensas que se cierran cuarenta años que llevaba Primado convertida no sólo en la casa de los libros sino en mi propia casa. Hay que poner el cartel de Wanted para encontrar una casa parecida. Yo ya les he echado el ojo a unas cuantas. De esas que pondrían bien visibles la bandera de Palestina o un retrato de Mazón cabeza abajo porque ningún sitio es inocente, como tampoco lo son los libros y quienes los escriben.
Cada librería que cierra es dejar a la intemperie las vidas que allí le plantaban cara a la barbarie, que convertían el miedo de la calle en ese coraje de lo común que escribía Benedetti, que nos hacían felices porque, aunque no fueran vidas como las nuestras, muchas veces se les parecían y hasta llegábamos a pensar que podían haber llegado a ser las mismas. Nos vemos pronto, pues, y si es posible en un pequeño sitio lleno de libros, ¿vale? Ahí nos vemos.
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